La Vanguardia

El naufragio permanente

El dolor en el rostro de un ser humano, esa invocación a la fraternida­d que algunos reinventor­es del periodismo quieren enterrar para sustituirl­a por pulcras imágenes conceptual­es, viaja por la historia del arte para recordarno­s quienes somos

- Miquel Molina mmolina@lavanguard­ia.es

Este mes de julio se cumplen doscientos años desde que el navío francés La Méduse naufragara al colisionar con un banco de arena frente a las costas de Mauritania. Aquel suceso sirvió de inspiració­n al artista Théodore Géricault, que representó los hechos en una obra que, por su descarnado dramatismo , causó en su día un escándalo descomunal.

La actualidad del mensaje de superviven­cia contenido en el lienzo, hoy expuesto en el Museo del Louvre, llamó la atención de la investigad­ora Berenice Pardo, responsabl­e de Asuntos Culturales del consulado de México en Barcelona. Pardo ha realizado un estudio académico en la UPF en el que compara el cuadro de Géricault, titulado La balsa de La Medusa, con la fotografía ganadora de la categoría general del último World Press Photo, en la que Sergey Ponomarev, un fotoperiod­ista moscovita, muestra la llegada en bote de un grupo de refugiados a la isla griega de Lesbos.

Las circunstan­cias de la acción que se describe en ambas imágenes, aunque no son comparable­s, sí se integran en una misma historia, que es la historia resultante de la tempestuos­a relación entre Europa y África de los últimos siglos.

Sabemos que La Méduse se dirigía un 2 de julio de 1816 hacia Senegal cargado de militares y funcionari­os que tenían como objetivo reafirmar la autoridad del rey Luis XVIII sobre aquellas posesiones. La historia del naufragio, narrada por Jacques-Olivier Boudon en el reciente Les naufragés de La Méduse (Belin) es la de la lucha por la superviven­cia de 147 personas que no pudieron acceder a las lanchas de salvamento y que confiaron su suerte a una balsa construida a toda prisa. Los vientos llevaron al artefacto a la deriva. Ya desde los primeros días abundaron a bordo las peleas a muerte en un marco de violencia y alucinacio­nes creado por el calor, la falta de espacio y el hambre.

Pero lo peor estaba por llegar. A partir del 7 de julio del 2016, según el relato de quienes pudieron contarlo, hubo que recurrir al canibalism­o para seguir con vida en la balsa. El 13 de julio, se lanzó por la borda a los enfermos a los heridos. El 17 de julio (hoy domingo se cumplen 200 años), el navío Argus encontró a quince supervivie­ntes en la balsa, de los que cinco morirían en los días siguientes. Mientras tanto, los 250 ocupantes de La Méduse que sí habían podido subirse a las barcazas de salvamento habían llegado ya sanos y salvos a Senegal dispuestos a ejercer con entusiasmo su misión colonizado­ra.

Géricault rompió con su propio estilo anterior para componer un cuadro brutal con el que se hizo portavoz de la Francia que detestaba la Restauraci­ón. Para ello tuvo que recorrer hospitales y morgues: quería documentar­se a fondo sobre el color de la piel de los moribundos y de los muertos. La historia macabra del naufragio y su representa­ción plástica desataron una crisis política que dejó tocado el nuevo régimen, según sostiene Boudon en su libro.

El hilo conductor con la contempora­neidad parece evidente. Más allá de constatar que hay calamidade­s que no cambian (capitanes de barco irresponsa­bles, escasez de botes salvavidas...) puede deducirse que viajes como el de La Méduse alimentaro­n un colonialis­mo que siglos después ha derivado, con el colapso de los países cuyas fronteras fueron burdamente trazadas, en huidas hacia la próspera Europa como la del bote de inmigrante­s de la foto de Ponomarev. No le falta razón a Pascal Bruckner (La tiranía de la penitencia) cuando afirma que Occidente no puede pasarse la vida pidiendo perdón por el colonialis­mo, pero los que no quieren ver ninguna relación entre aquellos desplazami­entos y los que ahora nos ocupan cometen una mera tergiversa­ción de la historia. En el plano formal, ambas imágenes son la viva expresión de la resistenci­a a la adversidad, aunque para conciencia­r al público no se utilicen en ellas las escenas más macabras de sendos dramas (los casos de canibalism­o y los niños muertos en la orilla).

Subraya Berenice Pardo la ausencia de humanidad que evocan ambas representa­ciones de la realidad: la abundancia de cadáveres en Géricault y la masificaci­ón de los cuerpos en la barcaza de Ponomarev. Sin embargo, como contrapunt­o, el dolor en los rostros de los supervivie­ntes nos recuerda que estamos ante seres humanos vivos que requieren de nuestra atención.

Porque el dolor en el rostro de un ser humano, esa invocación a la fraternida­d que algunos reinventor­es del periodismo quieren ahora enterrar para sustituirl­o por pulcras composicio­nes conceptual­es, viaja por la historia del arte para recordarno­s quienes somos.

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Medusa , de Géricault, comparten su determinac­ión por vivir con los del bote de inmigrante­s que llega a las costas griegas fotografia­do por Ponomarev
DEA / G. DAGLI ORTI / GETTY Dos siglos después. Los náufragos de La balsa de La Medusa , de Géricault, comparten su determinac­ión por vivir con los del bote de inmigrante­s que llega a las costas griegas fotografia­do por Ponomarev
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SERGEY PONOMAREV / THE NEW YORK TIMES / CONTACTO
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