El naufragio permanente
El dolor en el rostro de un ser humano, esa invocación a la fraternidad que algunos reinventores del periodismo quieren enterrar para sustituirla por pulcras imágenes conceptuales, viaja por la historia del arte para recordarnos quienes somos
Este mes de julio se cumplen doscientos años desde que el navío francés La Méduse naufragara al colisionar con un banco de arena frente a las costas de Mauritania. Aquel suceso sirvió de inspiración al artista Théodore Géricault, que representó los hechos en una obra que, por su descarnado dramatismo , causó en su día un escándalo descomunal.
La actualidad del mensaje de supervivencia contenido en el lienzo, hoy expuesto en el Museo del Louvre, llamó la atención de la investigadora Berenice Pardo, responsable de Asuntos Culturales del consulado de México en Barcelona. Pardo ha realizado un estudio académico en la UPF en el que compara el cuadro de Géricault, titulado La balsa de La Medusa, con la fotografía ganadora de la categoría general del último World Press Photo, en la que Sergey Ponomarev, un fotoperiodista moscovita, muestra la llegada en bote de un grupo de refugiados a la isla griega de Lesbos.
Las circunstancias de la acción que se describe en ambas imágenes, aunque no son comparables, sí se integran en una misma historia, que es la historia resultante de la tempestuosa relación entre Europa y África de los últimos siglos.
Sabemos que La Méduse se dirigía un 2 de julio de 1816 hacia Senegal cargado de militares y funcionarios que tenían como objetivo reafirmar la autoridad del rey Luis XVIII sobre aquellas posesiones. La historia del naufragio, narrada por Jacques-Olivier Boudon en el reciente Les naufragés de La Méduse (Belin) es la de la lucha por la supervivencia de 147 personas que no pudieron acceder a las lanchas de salvamento y que confiaron su suerte a una balsa construida a toda prisa. Los vientos llevaron al artefacto a la deriva. Ya desde los primeros días abundaron a bordo las peleas a muerte en un marco de violencia y alucinaciones creado por el calor, la falta de espacio y el hambre.
Pero lo peor estaba por llegar. A partir del 7 de julio del 2016, según el relato de quienes pudieron contarlo, hubo que recurrir al canibalismo para seguir con vida en la balsa. El 13 de julio, se lanzó por la borda a los enfermos a los heridos. El 17 de julio (hoy domingo se cumplen 200 años), el navío Argus encontró a quince supervivientes en la balsa, de los que cinco morirían en los días siguientes. Mientras tanto, los 250 ocupantes de La Méduse que sí habían podido subirse a las barcazas de salvamento habían llegado ya sanos y salvos a Senegal dispuestos a ejercer con entusiasmo su misión colonizadora.
Géricault rompió con su propio estilo anterior para componer un cuadro brutal con el que se hizo portavoz de la Francia que detestaba la Restauración. Para ello tuvo que recorrer hospitales y morgues: quería documentarse a fondo sobre el color de la piel de los moribundos y de los muertos. La historia macabra del naufragio y su representación plástica desataron una crisis política que dejó tocado el nuevo régimen, según sostiene Boudon en su libro.
El hilo conductor con la contemporaneidad parece evidente. Más allá de constatar que hay calamidades que no cambian (capitanes de barco irresponsables, escasez de botes salvavidas...) puede deducirse que viajes como el de La Méduse alimentaron un colonialismo que siglos después ha derivado, con el colapso de los países cuyas fronteras fueron burdamente trazadas, en huidas hacia la próspera Europa como la del bote de inmigrantes de la foto de Ponomarev. No le falta razón a Pascal Bruckner (La tiranía de la penitencia) cuando afirma que Occidente no puede pasarse la vida pidiendo perdón por el colonialismo, pero los que no quieren ver ninguna relación entre aquellos desplazamientos y los que ahora nos ocupan cometen una mera tergiversación de la historia. En el plano formal, ambas imágenes son la viva expresión de la resistencia a la adversidad, aunque para concienciar al público no se utilicen en ellas las escenas más macabras de sendos dramas (los casos de canibalismo y los niños muertos en la orilla).
Subraya Berenice Pardo la ausencia de humanidad que evocan ambas representaciones de la realidad: la abundancia de cadáveres en Géricault y la masificación de los cuerpos en la barcaza de Ponomarev. Sin embargo, como contrapunto, el dolor en los rostros de los supervivientes nos recuerda que estamos ante seres humanos vivos que requieren de nuestra atención.
Porque el dolor en el rostro de un ser humano, esa invocación a la fraternidad que algunos reinventores del periodismo quieren ahora enterrar para sustituirlo por pulcras composiciones conceptuales, viaja por la historia del arte para recordarnos quienes somos.