La Vanguardia

El hombre de la zorra

- Julià Guillamon

Uno de los recuerdos más antiguos que conservo del veraneo es el del hombre que bajaba por la calle del Castell con una zorra domesticad­a, que llevaba atada con una correa como si fuera un perrito. Viniendo del Poblenou, donde la personalid­ad más excéntrica era el tipo que a mediodía llegaba con dos cubos y repartía pan a las palomas (dos cubos inmensos de pan en remojo que acarreaba penosament­e: era un hombre delgado, pero fuerte; las palomas le esperaban), la zorra causaba sensación. El hombre, que la había criado desde pequeña y que la había acostumbra­do a ir atada por la calle, pasaba tranquilam­ente como si tal cosa. Muchos años después conocí a un jabalí que también llevaba correa y una gorra de propaganda de piensos y que comía fuet.

También conservo el recuerdo de haber visto un carretero. Quiero decir un carretero auténtico, no a un hombre vestido de carretero de esos que salen por Sant Medir y Els Tres Tombs. Subía la pendiente, de pie sobre la tablilla, y cuando empezaba el desnivel descargaba un zurriagazo sobre el lomo del caballo, que arrancaba al galope, con el crin blanca que se iba tiñendo de amarillo. El carro brillaba con los colores de la pintura plástica. Era un hombre bajo, nervioso, y allí de pie parecía Ben Hur. Un día dijeron que se había ahorcado (antes la gente se ahorcaba, en los pueblos). Siempre que paso por delante de la casa donde vivía, o veo a una de sus hijas le recuerdo sobre el carro.

La otra atracción era el camión de la basura, un camión descubiert­o, con una olor mareante. Le llamábamos el camión de la basura, con perfecto acento catalán, o el Heno de Pravia. Lo conducía un hombre larguiruch­o, con la cabeza rapada, de piel blanquecin­a tiznada de negro, que siempre andaba rezongando y que no decía nada que resultara comprensib­le. Cuando vi El martirio de

San Felipe de Ribera en el Museo del Prado me quedé pasmado: ¡era él! Además del basurero era el enterrador, lo que acojonaba un poco. El Heno

de Pravia pasaba por delante de casa hacia las ocho y media, y era como la rata de verano, que servía para que los vecinos, que aquella hora empezaban a sacar las sillas para tomar el fresco, tuvieran tema de charla.

Le explico a un amigo escritor, mientras tomamos una de las últimas cervezas antes de las vacaciones, y envalenton­ado por el éxito de los personajes y las historias del pasado, suelto la boutade: “La literatura del siglo XX está sobrevalor­ada. ¡Salías a la calle y te lo encontraba­s medio hecho! Dejabas pasar un tiempo para que adquiriera pátina secular y ya tenías un mito”. Cabeceo para señalar las mesas que nos rodean, con chicos y chicas vestidos casi todos iguales. “La gente era mucho más diversa, y tenía el sentido colectivo que hoy se ha perdido. Los escritores de ahora lo tenéis mucho más jodido”. En ese mismo momento el camión de la basura gira en la esquina de Luis Antúnez y la Riera de Sant Miquel. Un basurero colgado de la parte de atrás luce uno de los peinados de Cristiano Ronaldo.

Conocí a un jabalí que llevaba correa y una gorra de propaganda de piensos, y que comía fuet

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