La Vanguardia

Irán y no volverán

- Robert Skidelsky R. SKIDELSKY, miembro de la Cámara de los Lores, profesor emérito de Economía, Universida­d de Warwick

Robert Skidelsky escribe sobre la errante política de refugiados europea: “La línea entre refugiados y migrantes económicos se difumina con el tiempo. La historia indica que la mayoría de los refugiados no regresan a su país de origen. Se tarda demasiado tiempo en que el sentimient­o de insegurida­d extrema disminuya, y, por otra parte, el atractivo de una vida mejor se afianza”.

El horrendo ataque d’un francotune­cino contra una multitud en Niza que celebraba el día de la Bastilla, matando a 84 personas e hiriendo a cientos más, dará a la líder del Frente Nacional, Marine Le Pen, un gran impulso en las elecciones presidenci­ales de la próxima primavera. No importa si el asesino, Mohamed Lahouaiej Bouhlel, tenía ningún vínculo con el islamismo radical. En todo el mundo occidental, una mezcla tóxica de insegurida­d física, económica y cultural ha ido alimentand­o el sentimient­o y las políticas antiinmigr­ación precisamen­te en el momento en que la desintegra­ción de los estados poscolonia­les a través de la media luna islámica está produciend­o un problema de refugiados a una escala no vista desde la Segunda Guerra Mundial.

En los últimos treinta años más o menos, un punto de referencia clave para las sociedades democrátic­o-liberales ha sido su apertura a los recién llegados. Sólo los fanáticos no podían ver que la inmigració­n beneficiab­a a ambos, anfitrione­s y migrantes; por lo que la tarea de la dirección política era mantener tales puntos de vista en el discurso dominante y facilitar la integració­n o asimilació­n. Por desgracia, la mayoría de las élites occidental­es no apreciaron las condicione­s de éxito.

Aunque el movimiento de los pueblos ha sido una constante de la historia humana, ha sido sólo cuando no ha habido derramamie­nto de sangre que se han asentado épocas de desarrollo de los territorio­s. Un caso clásico fueron las emigracion­es del siglo XIX de Europa al Nuevo Mundo. Entre 1840 y 1914, 55 millones de personas abandonaro­n Europa hacia las Américas, una cifra mucho más grande, en relación con la población, que la migración desde la Segunda Guerra Mundial.

A medida que el mundo se industrial­izaba y se llenaba de gente, el flujo de personas de países desarrolla­dos a las zonas en desarrollo se invertía. La pobreza y el hambre siguen empujando a los migrantes en los países pobres. Ahora, sin embargo, el factor de atracción no es una tierra libre sino mejores puestos de trabajo en los países desarrolla­dos.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los gobiernos occidental­es idearon políticas que tenían como objetivo equilibrar los beneficios económicos de la inmigració­n (mano de obra barata) con la protección de los puestos de trabajo y formas de vida nacionales. Por ejemplo, entre 1955 y 1973, Alemania Occidental admitió 14 millones de trabajador­es invitados, en gran parte de Turquía. Pero, aunque se esperaba que los huéspedes volvieran a casa después de dos años, estos controles se debilitaro­n gradualmen­te como parte del movimiento general hacia el libre comercio y la libre circulació­n de capitales.

Junto a los motivos económicos para la migración siempre ha habido otro: la persecució­n étnica, religiosa y política. Los ejemplos incluyen la expulsión de los judíos de España en 1492, de los hugonotes de Francia en 1685, de los alemanes y otros de Europa del Este tras la Segunda Guerra Mundial, algunos palestinos de Israel en 1948, y de indios de Uganda en la década de 1970.

En los últimos años, principalm­ente los refugiados han huido de la persecució­n o la extrema insegurida­d tras la desintegra­ción de su Estado. Lo vimos en los Balcanes en la década de 1990, y en Afganistán y el Cuerno de África en la década del 2000. Los cinco millones de sirios ahora en Turquía, Líbano y Jordania son el último y más dramático ejemplo de este patrón.

Para esta clase de migrante, el factor de expulsión es, con mucho, el más importante. Pero la línea entre refugiados y migrantes económicos se difumina con el tiempo. La historia indica que la mayoría de los refugiados no regresan a su país de origen. Se tarda demasiado tiempo en que el sentimient­o de insegurida­d extrema disminuya, y, por otra parte, el atractivo de una vida mejor se afianza.

Esto explica un hecho importante acerca de la percepción popular: la mayoría de la gente en los países de acogida no distingue entre inmigrante­s económicos y refugiados. Ambos son típicament­e vistos como demandante­s de los recursos existentes, no como creadores de nuevos recursos.

Esto sugiere tres conclusion­es. En primer lugar, el sentimient­o antiinmigr­ante no sólo se basa en el prejuicio, la ignorancia o el oportunism­o político. El lenguaje antiinmigr­ante no es sólo una construcci­ón social. Las palabras no son espejos de cosas por ahí sino que tienen alguna relación con este tipo de cosas. No se puede manipular algo a menos que haya algo que poder manipular. Tenemos pocas posibilida­des de cambiar las palabras a menos que alteremos las realidades a las que se refieren.

En segundo lugar, la era del movimiento masivo de la población no regulada está llegando a su fin. Como hemos visto con el Brexit, la clase política de Europa subestimó mucho las tensiones causadas por la libertad de movimiento a través de las fronteras –un santo y seña del fallido proyecto neoliberal de maximizar la asignación de recursos basados en el mercado–. El defecto fatal de la libre movilidad en la UE es que siempre presupone que un Estado administre ese movimiento. No existe este Estado. Dar a la gente un pasaporte de la UE no legitima un mercado laboral único, por lo que los frenos de emergencia en la migración dentro de la Unión Europea son inevitable­s.

En tercer lugar, tenemos que aceptar el hecho de que la mayoría de los refugiados que llegan a la Unión Europea no va a volver a casa. El camino que seguir es difícil. Los pasos más fáciles son los que aumentan la seguridad de los votantes, en el sentido más amplio, debido a que tales políticas están bajo control de los líderes políticos. Estas medidas incluirán no sólo un límite en el número de inmigrante­s económicos, sino también políticas que conducen a la expectativ­a del pleno empleo y la continuida­d de los ingresos. Sólo si la insegurida­d económica de los votantes se ve disminuida hay alguna esperanza de que las políticas activas asimilen o integren a los refugiados, cuyo número los líderes occidental­es no pueden controlar directamen­te.

El problema no resuelto es cómo reducir esos factores empujando a la gente fuera de sus propios países.

Podemos esperar que el desarrollo económico en Europa del Este –o México– igualará las condicione­s lo suficiente como para terminar con los flujos netos de una región a otra; pero terminar con el flujo de refugiados procedente­s de Oriente Medio y África es en conjunto más desalentad­or. Restaurar el orden y crear una autoridad legítima es una condición previa del desarrollo económico, y no sabemos cómo se va a hacer. En algunos casos, puede requerir volver a dibujar fronteras. Pero es difícil ver que eso ocurra sin años de lucha, o saber cómo Occidente puede reducir el derramamie­nto de sangre. Una cosa parece cierta: sin un aumento de la seguridad en ambos extremos, la violencia política se extenderá desde el mundo islámico a sus vecinos más cercanos en Europa.

Si no se aumenta la seguridad, la violencia política se extenderá del mundo islámico a sus vecinos cercanos en Europa En Occidente, una mezcla de insegurida­d física, económica y cultural ha alimentado las políticas antiinmigr­ación

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JOSEP PULIDO

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