La Vanguardia

Leer en marcha

- Jordi Llavina

Uno de los placeres que practico con cierta asiduidad este verano es el de pasear entre viñedos leyendo un buen libro. Que nadie se engañe: no es esa la mejor manera de leer (ni tampoco la mejor manera de pasear). Suelo advertir a mis alumnos que la manera más provechosa de leer consiste en apoyar el libro en una mesa (o en un atril, quien tenga uno a mano), a la par que se utiliza abundantem­ente el lápiz (jamás una herramient­a que destile tinta) para ir enriquecie­ndo con impresione­s o comentario­s propios los márgenes de la página, o para decorar las de cortesía con ideas de la obra que leemos y la respectiva remisión a la página. Durante muchos años, cada día entrevista­ba a un escritor para un programa de radio que presentaba. Esa manera de proceder me permitía ir elaborando la entrevista según iba leyendo.

Pero se puede leer de otros modos. Hay quien se acuesta con la novela, y termina por quedarse frito con la luz encendida y el tejadito del libro encima del pecho (una casita de papel a la que regresará al día siguiente a la misma hora, para releer el capítulo cuya comprensió­n enturbió el fatal sopor). Y hay quien va más allá, y se lleva el libro de paseo.

Fruto de este último modo de proceder, el otro día tuve una sorpresa. Yo andaba cerca del pueblo de Les Cabanyes, releyendo Mirall trencat, de Mercè Rodoreda. De repente, doy con este fragmento: “Se casaron aquella primavera en Santa María del Mar. Valldaura quiso pasar la luna de miel en la heredad de Vilafranca. ‘¡Vas a ver qué viñedos!’”. Mi alegría fue inmensa, puesto que se daba una especie de profunda coincidenc­ia entre el paisaje de algunas páginas de esa novela admirable (en la citada heredad, pasan la noche de bodas Teresa y su esposo, pero también la hija de ambos y el tedioso tendero que ha adoptado como marido) y el paisaje que, en ese preciso momento, yo transitaba.

Al poco, me encontraba en Cadaqués, adonde me llevé el libro homónimo de Pla. Enfilando un camino, entre márgenes de piedra de pizarra, hacia Port Lligat, releí una frase sobre la antigua soledad del pueblo ampurdanés: “Acaso todo era más hermoso porque nadie lo miraba, porque el secreto permanecía cerrado e inviolado”. Esta vez no hubo correspond­encia (pero sí verdad revelada): una familia francesa muy ruidosa buscaba la casa de Dalí, y yo me avine a mostrarles el camino.

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