La ley seca avanza en India
Varios estados indios vuelven a abrazar la ley seca, desoyendo las lecciones de su pasado reciente y lejano. A pesar de que la alternativa al trago raramente sea el agua mineral –sino más bien alcohol adulterado, drogas o fármacos– arrecian las maniobras políticas para ganarse al electorado femenino, a los musulmanes y a las acaudaladas castas abstemias.
Este año el populoso estado de Bihar se ha adherido a la ley seca, que ya imperaba en Gujarat y, desde el 2014, en Kérala. Y hace apenas unos meses, Tamil Nadu prometía una prohibición gradual del alcohol. Sin embargo, la experiencia de varios estados cristianos del nordeste demuestra que la ley seca provoca más problemas de los que resuelve. Cuando Nagaland y Mizoram empezaron a aplicarla, en los años ochenta y noventa, provocaron una explosión de drogas inyectables mucho más letales, que además les ha convertido en los estados con mayor prevalencia de VIH.
Maong Jamir, pastor bautista, fue en su día uno de los “talibanes” –palabras propias– que a base de destruir tiendas de licores forzó la conversión de Nagaland en un estado formalmente abstemio. Ahora considera que “es un error centrarse en el objeto y no en el sujeto, en los alcohólicos”.
En las zonas más alejadas de Asam que de Birmania, el precio de una cerveza multiplica al de una dosis de heroína, con consecuencias predecibles. Hace más de un siglo, el primer pueblo naga donde la iglesia bautista prohibió el alcohol cayó de inmediato en las garras del opio. Hoy, aunque las tribus encabalgadas entre India y Birmania siguen recurriendo a la adormidera, ésta ha sido mayormente sustituida por fármacos aún más mortíferos.
Prodigal, la oenegé de desintoxicación que Jamir dirige en la capital comercial de Nagaland, Dimapur, asiste a 117 adictos al Spasmo Proxyvon, un analgésico legal hasta hace poco. Thungbeni Humtsoe, directora de otra oenegé, Bethesda, asiste a otros 164 adictos a este fármaco, de los cuales “119 acuden a diario a por su dosis de metadona”.
Aparte del paracetamol, el principal componente del Spasmo es el dextropropoxifeno, que fue ilegalizado en varios países a finales de la década pasada, y en España –donde se comercializaba como Deprancol– lo fue en el 2010, por el alto riesgo de muerte por sobredosis. De hecho, es una de las sustancias más apreciadas por las asociaciones proeutanasia. Sin embargo, en el nordeste de India se ha usado durante decenios como droga recreativa. Una auténtica ruleta rusa.
Wockhardt, laboratorio indio que es uno de los principales fabricantes de genéricos del mundo, mantuvo Spasmo entre sus dos productos más vendidos durante años, lo que explica su reticencia a sacarlo del mercado, cosa que sólo hizo hace tres años tras una prohibición del Tribunal Supremo de India.
Poco antes, Wockhardt lo había rebautizado como Spasmo Plus, tras introducir un cambio en su composición que lo hacía más difícil de disolver y menos euforizante en caso de ser inyectado. Si los stocks actuales proceden de acaparamiento o de producción clandestina, es algo abierto a especulación. Pero las pastillas ya no se venden embaladas en tiras, sino sueltas. Una cuesta ahora 0,16 euros. Es poco, pero ocho veces más que hace tres años.
Para gente como Watti, “presidente de la asociación de clientes de Bethesda”, la prohibición llega con mucho retraso. Él comenzó mascando tabaco de niño, antes de transitar del hachís a la heroína y –tras salir de la cárcel– a los comprimidos azules de Spasmo. De sus 40 abotargados años, 25 transcurrieron a ritmo de chutes: 56 Spasmos molidos al día, repartidos en tres o cuatro sesiones, puesto que la felicidad artificial duraba apenas tres minutos.
Para Watti desengancharse responde a una motivación principal: “Lo hago por mi hijo de diez años. Y porque no se puede servir a dos amos a la vez”. Y añade: “He visto a muchos que, cuando ya no se encontraban la vena, se pinchaban donde fuera, hasta en el pene, desarrollando abscesos y gangrenas, que huelen fatal. A uno tuvieron que amputarle un pie, y a otro un dedo de la mano”. Estos, por lo menos, lo contaron. “Pero el Spasmo ha matado a más de treinta de mis amigos, casi siempre por sobredosis”, admite. El polvo blanco que ahora le ensucia la muñeca no es más que la tiza del carrom, juego de mesa que reúne a un corro de exadictos. De supervivientes.
En Nagaland, Manipur o Mizoram, cuando una mujer de 40 años echa la vista atrás, a menudo cae en la cuenta de que la mayoría de sus compañeros de escuela –varones– ya están muertos, muchos por drogas, aunque también por alcoholismo y otros factores. Por no aguantar a un marido borracho, muchas madres han terminado enterrando a sus hijos. Sin embargo, la gran cruzada de las iglesias sigue siendo el alcohol, en una zona de India que produce hornadas simultáneas de adictos y teólogos, guerrilleros y soldados, asegurando que el show no se detenga.
Yanger y Along son dos usuarios más de Bethesda. El primero, cuarentón, lleva escrito en sus facciones demacradas que ha tenido un pie en la tumba y que todavía no ha salido del todo de ella. El rostro de quien ha visto cómo se le morían “45 colegas” y ni aún así ha logrado enterrar el vicio. “También salvé a algunos”, masculla. “A uno le bastaron 12 pastillas para la sobredosis, a otro 4… yo me inyectaba 7 cada vez, 4 veces al día, durante 10 años. Hasta en el cuello”. Yanger estudió una carrera de ciencias en Madrás, que quedó desbaratada por su adicción. Gracias a su tratamiento con opiáceos, ahora consigue dormir. “Aunque es fácil recaer”, confiesa con mirada evasiva.
Along informa a otros adictos sobre el uso del condón o el VIH y parece más dueño de sí mismo y más sano. Una falsa impresión. Empezó a tomar drogas a los 13 y el vicio le acompañó hasta su empleo en un centro de llamadas de Bangalore. “Al cabo de unos años me salió un absceso y luego la trombosis”. Ahora tiene 36, una edad joven para un superviviente del dextropropoxifeno. “Spasmo es ahora una droga de carrozas, explica la directora de Bethesda, “tenemos hasta abuelos de 80 años”.
En Mizoram, con una población de apenas un millón cien mil habitantes, las tabletas asesinas han dejado atrás una estela de 1.200 muertos. Diez veces más que la heroína. Ante esta prueba, dicho estado decidió hace dos años deshacer el camino que ahora otros emprenden y terminar con la ley seca. Y pronto podrán celebrarlo con vino elaborado en sus propias bodegas.
“Muchos, al no encontrarse la vena, se pinchaban hasta en el pene”, señala un rehabilitado