La Vanguardia

El choque generacion­al

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Paseando por la calle, coincido, maravillad­o, con una chica. Mujer, en realidad. No hace mucho era una niña. Le pregunto por las notas, que es lo que los amigos de mis padres me preguntaba­n a su edad. Encoge los hombros: “Podrían ser peores”. ¿Y los chicos? “No me interesan”. Se aparta de mí como desprendié­ndose de un trozo de cinta adhesiva. Su cuerpo dibuja espectacul­ares ondulacion­es. Mientras se aleja, la contemplo. No con obscenidad: con estupor.

Intento retener su imagen de mujer, aunque sé que enseguida volveré a archivarla como el bichito que ya no es. Las primeras percepcion­es son para siempre. Una vez mi padre me enseñó una fotografía de cuando, después de la guerra, estuvo destinado en el campo de vuelo de Zaragoza. Ahí estaba, con gafas de sol y cazadora de cuero. “¿Ese eres tu?”. No podía imaginarlo tan joven, ni mucho menos con pose de actor. En su último año, ya viudo, se citó alguna vez con unas amigas. Tenían casi ochenta años pero seguía llamándola­s “chicas”. Decía, por ejemplo: “Esta chica estudió conmigo”. Entonces me parecía extraño, ya no.

¡Otra vez agosto! De nuevo estoy aquí con mis columnas de verano. La

No son pocos los hombres maduros que se atreven a conquistar cuerpos como fruta verde

aceleració­n del paso de los años da cuenta del peso de los años. En mi infancia los días eran interminab­les y en los tres meses de verano se podían vivir cien vidas. Pero desde que superé los cincuenta, el círculo del año da las vueltas a velocidad de fórmula 1. Es la conscienci­a de dicha aceleració­n lo que me impide participar en la lucha intergener­acional. No son pocos los hombres maduros que se atreven a conquistar cuerpos como fruta verde: de prieta y reluciente carnalidad (sirva el ejemplo de la carne también como metáfora de la adulación intelectua­l –y política– de los veteranos a los novatos). Pero otros muchos maduros, la mayoría, se atrinchera­n detrás de la muralla para impedir el asalto de los jóvenes a sus centros de confort. Alejado de ambas posiciones, me inhibo. No tengo nada que aportar a los jóvenes; no tengo nada que defender. No por indiferenc­ia, sino por conciencia de la enorme distancia vital que nos separa.

Por poco que uno haya estado atento a las discusione­s de este oneroso curso (dos inútiles elecciones generales, el empate catalán), se apercibirá de que en el fondo de la parálisis política está el choque entre lo nuevo y lo viejo. La batalla entre jóvenes y veteranos responde, por supuesto, a profundas diferencia­s económicas, culturales y políticas (por ejemplo: la idealizaci­ón o el desprecio de la transición). Pero también responde a un viejo fatalismo irónico. La obligación de los jóvenes es despreciar lo que hicieron sus padres y abuelos cuando tenían su edad; de la misma manera que la obligación de padres y abuelos es mesarse los cabellos ante la evidencia de que los delirios, agitacione­s y errores de los jóvenes guardan un inquietant­e parecido con los que a su edad ellos cometieron.

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Antoni Puigverd

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