La Vanguardia

“¿Un español en el podio en los años ochenta…? ¡Milagro!”

J OSÉ MANUEL ABASCAL

- SERGIO HEREDIA Enviado especial KENIANO BLANCO

Cualquier día de estos, el lector podría cruzarse con José Manuel Abascal (Santander, 58) en el paseo marítimo de Calafell, en cuyo Ayuntamien­to trabaja: es director del área de promoción del deporte. Abascal corre a diario. “A ritmo de caracol, ¿eh? A cinco minutos por kilómetro. Que ya tengo una edad…”. También cuenta que sigue la rutina que se había marcado en su infancia, cuando entró en el mundo del atletismo. Así es como se mantiene sano, flaco y afilado. Más o menos, como le recordamos quienes ya tenemos una edad.

En los ochenta, Abascal era aquel tipo larguiruch­o que le plantaba cara a todos. A José Luis González, su competenci­a en el mediofondo español. A los fenómenos británicos: Coe, Ovett y Cram. Y a Said Auita, la primera estrella venida del Atlas. Los brillantes mediofondi­stas españoles lo colocan en un pedestal: suya es la primera medalla olímpica del atletismo en pista, el bronce en los 1.500 m de Los Angeles’84.

“Llevo aquella carrera en un pendrive. Y cuando salgo por ahí a dar una conferenci­a, la muestro. Tengo la semifinal y la final...”.

Tiene que ser emocionant­e, eso de revivir aquel momento...

Y me permite analizar la escena. Recuerdo que disputábam­os tres carreras en tres días. La primera ronda, la semifinal y la final. A mí, eso me iba bien. Yo era un tipo duro, más resistente que rápido.

Y lo exprimió...

Estaban los tres británicos (Coe, Cram y Ovett), así que me veía con pocas opciones. O uno de ellos tenía un mal día, o yo el día de mi vida...

Salió lo segundo.

Ovett falló (ganó Coe, y Cram logró la plata) y yo tuve mi gran día. Gregorio Rojo (su entrenador) me dijo que atacara a 500 metros. Le dije: ‘Lo haré. Pero si fallo, no me meta la bronca’.

¿Y?

Salí antes, a falta de 600 m. Y estuve ahí delante hasta los últimos 200. No me lo creía. Luego me pasó Coe. Y Cram. Y estuve esperando al tercer británico. Por suerte, Ovett nunca llegó (se retiró). Bronce. ¡Un milagro para el mediofondo español!

¿Le cambió la vida?

Me invitaron a muchos mítines, gané mucho dinero.

¿Mucho? En un año, calculo que llegué a cobrar 60 millones de pesetas (unos 360.000 euros).

¡Caramba! Había roto un molde. Y existía aquella rivalidad con González. Mi caché era de 1.800 euros por carrera. ¡En los ochenta!

Y lucía publicidad. Tres directivos de naranjas La Infinita vinieron a verme a Santander. Me ofrecían 1.200 euros por carrera. Y ponían un tenderete a las puertas del estadio, donde ofrecían naranjas y mandarinas. Todo, si lucía una etiqueta en la camiseta... González y Colomán Trabado se reían de mí. Cuando vieron lo que ganaba, ya no reían tanto...

No estaba nada mal, dados sus orígenes humildes. Soy hijo de trashumant­es.

¿Monte arriba? ¿Sabe todo eso que dicen de los kenianos, que caminaban un montón de kilómetros hasta el colegio? Pues yo, lo mismo.

¿...? Me considero un keniano blanco. Mi escuela estaba a 3,5 kilómetros. Iba y venía cuatro veces al día. Sin querer, con cinco años ya me estaba entrenando. Y acompañaba al ganado en el campo.

¿Durante días? Vivíamos en el valle del Pas, en Cantabria. Teníamos 30 cabezas de ganado. Había que pasar por siete cabañas dos veces al año. Y procurar que las vacas no se fueran hacia los lados. Fue así hasta mis doce años. ¿Y cómo le descubrier­on? Mis padres lo vendieron todo y se fueron a Holanda con mis dos hermanas. Me dejaron en Zaragoza con mi hermano, en casa de mi tío. Fui a los Salesianos y jugaba al fútbol. Un día, a los catorce años, hacía falta uno para un cross escolar. Entonces mi profesor me dijo que me necesitaba.

¿No pudo decir que no? ¡Era mi profesor de tecnología! ¡Ja- jaja! Pensé: ‘Si no voy, me empapela’. Fui y gané.

Y ya no paró. Corría con unas botas de fútbol medio rotas. Y a la tercera carrera, el profesor vino con unas zapatillas de clavos en una bolsa. Me dijo: ‘Úsalas, y cuando acabes tu carrera, se las dejas a otro’. Llegué, vino un compañero y me las quitó mientras recuperaba el resuello. ¡De locos! Meses más tarde, vino la Federación Española y me ofreció una beca en la Residencia Blume de Barcelona.

¿Y se fue? Mis padres habían vuelto de Holanda. Mi madre me decía que estaba muy flaco, que iba a pillar una anemia. Tuvo que venir mi profesor y convencerl­es.

¿Cómo lo hizo? Entonces, el profesor era como un cura, o como un guardia civil. Lo que decía iba a misa. Así que me fui a Barcelona, y me puse en manos de Rojo.

Pero siguió recorriend­o las montañas cántabras. En aquella época, sólo unos pocos trabajaban en altitud. Exploré México, donde me entrenaba con Domingo Ramón. Y Saint-Moritz, aquí con Pierre Deleze. ¿Y sabe qué?

Dígame. Descubrí un lugar maravillos­o en Áliva, en el corazón de los Picos de Europa: un kilómetro de hierba absolutame­nte llano. Y a 1.600 m de altitud.

Una buena pista. De pista nada. Era todo rudimentar­io. Lo marqué cada cien metros, y allí hacía las series.

¿A solas? Había un parador a 500 m. Me encantaba

“Mi padre era trashumant­e. Tenía 30 cabezas de ganado. Y yo caminaba 3,5 km hasta el colegio cada día”

estar allí, a solas. Tenía la ilusión, la paz y el sosiego. Corría entre montañas de 3.000 m. Y había un lago de agua fría bien cerca.

Para descomprim­ir piernas. A falta de masajistas...

Insisto, ¿ a solas? A veces subían compañeros del grupo de Rojo. Venía Teófilo Benito. O Jimmy Torres. Y atletas cántabros que subían los fines de semanas y montaban tiendas de campaña. Pero tuve periodos de 10 o 12 días solo.

¿Y cómo se aclaraba? Marqué las piedras con pintura. Con una cinta métrica, medía mil metros al milímetro. Podía hacer series, técnica, multisalto­s, carrera continua. Pero mejor no mirar el cronómetro.

¿Por qué? Con aquella altitud, las marcas eran terribles. Podías hundirte psicológic­amente. Se trataba de darlo todo y punto. Y tenía que andar con cuidado con las vacas y los caballos. Una vez choqué con un potro.

De allí salió un bronce. Me siento orgulloso de haberle abierto el camino a los mediofondi­stas españoles. Demostramo­s que no había que estar asustados ante los mejores. Que tenían dos piernas y dos brazos, como yo. No corría acomplejad­o. Si había que atacarles, les atacaba.

Un valiente. No era para tanto. Al final, Coe y Cram rondaban el 3m30s en los 1.500 m. Y yo estaba en 3m31s. ¡No me sacaban quince segundos, precisamen­te!

 ?? CARLES CASTRO / GARRAF NEWS MEDIA ?? Diseñando kilómetros. José Manuel Abascal posa junto a uno de los hitos kilométric­os del paseo marítimo de Calafell, este verano
CARLES CASTRO / GARRAF NEWS MEDIA Diseñando kilómetros. José Manuel Abascal posa junto a uno de los hitos kilométric­os del paseo marítimo de Calafell, este verano
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