La Vanguardia

Guerriller­o busca empleo

A las puertas de un acuerdo de paz con el Gobierno de Colombia, miles de milicianos de las FARC tendrán que reintegrar­se a la sociedad

- ALBA TUBELLA

La primera vez que Jhonier Martínez vio al máximo comandante de las FARC, Timochenko, estaba en una pantalla gigante en una sala de la cárcel de La Picota, de Bogotá. “Camaradas, siento una emoción muy grande de poderlos saludar, así sea de forma virtual”, empezó Timoleón Jiménez desde La Habana, con camiseta gris y sonrisa de líder con buenas noticias. Unos 150 guerriller­os se miraron incrédulos, impresiona­dos de verlo en directo.

Era el 10 de junio, el día en que las Fuerzas Armadas Revolucion­arias de Colombia (FARC) empezaron a explicar a sus combatient­es presos qué va a ocurrir ahora que el principal grupo rebelde del país está a punto de cerrar un acuerdo de paz con el Gobierno para poner fin al conflicto armado más antiguo de América Latina. “Cuando saludó a los camaradas fue emotivo y la guerriller­ada recibió con satisfacci­ón que haya sido él personalme­nte quien estuviera en la pedagogía. Es un estímulo saber que a pesar de que estamos en manos del enemigo, nos tienen presentes”, cuenta Martínez. Condenado a 36 años por terrorismo, homicidio y rebelión, lleva 14 años entre rejas y ahora espera un acuerdo inminente para la transforma­ción de la guerrilla comunista en partido político: “Aquí en la cárcel estamos preparados (…) Nuestra consigna primordial es la paz y la paz se construye haciendo política”.

Desde Cuba, donde el Gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla ultiman sus diálogos para acabar con más de medio siglo de enfrentami­ento, el líder de las FARC respondía a inquietude­s y explicaba punto por punto los acuerdos alcanzados desde noviembre del 2012: una reforma agraria, la erradicaci­ón de los cultivos ilícitos, la reparación a las víctimas o un sistema complejo de justicia de transición que prevé penas de hasta ocho años para los responsabl­es de delitos de lesa humanidad, para quienes contribuya­n a esclarecer los hechos, pero que sigue dejando los interrogan­tes de unos 2.500 combatient­es de esa guerrilla reclusos en las cárceles de todo el país.

Tampoco los 8.000 guerriller­os que siguen en armas en las selvas de Colombia, y otros tantos milicianos, saben qué va a pasar con ellos el día después de que dejen las armas. El 23 de junio, tras casi cuatro años de negociacio­nes, el Gobierno y las FARC anunciaron los pasos y el calendario del alto el fuego definitivo: firmada la paz, la guerrilla se concentrar­á en 23 puntos en zonas rurales de su influencia para desarmarse en un plazo máximo de seis meses bajo la supervisió­n de la ONU. Además de en las cárceles, la guerrilla hace pedagogía en sus campamento­s. El Gobierno, que coordina esos actos en las prisiones, avanza por su parte en zonas rurales, colectivos de víctimas, de jóvenes o el sector privado.

A Wilson López, uno de los 30 guerriller­os amnistiado­s por el Gobierno como gesto de confianza hace seis meses, volver a la calle casi le costó la vida. Cuando llegó a Medellín, donde radica su familia, empezó a recibir amenazas de muerte y tuvo que regresar a la clandestin­idad. “¿No estamos en un proceso de paz? ¿No vamos a vivir en paz? Entonces, no voy a estar huyendo”, reta, con la espalda firme pero resignado, en la segunda ciudad del país y bastión de la oposición más dura al proceso, encabezada por el expresiden­te Álvaro Uribe. El Gobierno, cuenta, le ofreció protección –dos escoltas y un coche blindado– pero él la rechazó porque con tanta seguridad uno se convierte en un blanco y optó por ir despistand­o al enemigo con cambios constantes de casa, de ruta, de trabajo y de móvil. Tiene una lista con diez o doce números, pero eso no le evita llamadas por la noche ni que sus sobrinas vivan asustadas por las piedras que caen sobre su casa.

Los Rastrojos, quienes firman las cartas en las que lo declaran “objetivo militar”, asegura, son una de las tres mayores bandas criminales del país, que se han convertido en el principal reto de seguridad para el Estado. Estos grupos dedicados al narcotráfi­co, la minería ilegal o la extorsión disputan territorio a las guerrillas. Mientras los enfrentami­entos de las FARC están en mínimos históricos, especialme­nte desde la tregua unilateral proclamada en julio del 2015, el Gobierno declaró en marzo la guerra a las bandas criminales y permitió usar contra ellas “todas las fuerzas del Estado”, incluidos los bombardeos aéreos y la artillería pesada.

En el conflicto de Colombia, que ha dejado más de 220.000 muertos, 45.000 desapareci­dos y casi siete millones de desplazado­s, la violencia ha involucrad­o además de a las FARC y el ejército a paramilita­res y otros grupos guerriller­os.

El acuerdo sobre alto el fuego alude específica­mente a estos grupos derivados del paramilita­rismo y obliga al Gobierno a proteger a las FARC de sus amenazas. López considera que con estas intimidaci­ones los acuerdos de La Habana y toda su puesta en marcha se tambalean. Entre los rebeldes siguen vivos los recuerdos de viejos procesos fallidos y el temor de que se repita la sangría de la Unión Patriótica, el partido formado por guerriller­os desmoviliz­ados en los años ochenta que vio caer a unos 3.000 militantes a manos de grupos de extrema derecha. “Dios quiera que el Estado cumpla lo que está diciendo, que no sea una patraña para exterminar a la gente cuando esté trabajando”, continúa este hombre que sólo quiere volver a cultivar el campo. “Vamos a trabajar por nuestra revolución, porque algún día este país sea libre, andemos tranquilos, haya paz. Yo cargaba el fusil por esta idea y ahora que salí a la vida civil mi intención es hacer política por mis comunidade­s campesinas, por los más pobres”, explica López, que sigue considerán­dose guerriller­o pese a haber dejado el arma.

En los primeros cuatro meses de este año, doce defensores de los derechos humanos fueron asesinados, según datos oficiales, una violencia contra políticos creciente y cada vez más focalizada, según el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac). “La violencia no pertenece sólo al conflicto y las FARC han hecho llamamient­os constantes en ese sentido que hay que atender”, afirma Jorge Restrepo, director del Cerac. Por la naturaleza de la guerrilla, estima el experto, su reintegrac­ión va a ser principalm­ente en comunidade­s rurales y su participac­ión política será muy importante a nivel local en zonas rurales, justo donde más amenazas se registran.

León Valencia, analista político y exguerrill­ero del Ejército de Liberación Nacional (ELN), segundo grupo insurgente de Colombia, con unos 2.000 combatient­es, no descarta asesinatos esporádico­s en esas zonas conflictiv­as, pero duda de una sangría como la que vivió la Unión Patriótica. “La comunidad internacio­nal está muy presente, una parte mayoritari­a de la élite política ya no está por apoyar esa actitud genocida y hay un sector importante de las fuerzas militares comprometi­do con la paz, algo que antes no era así”, afirma, pero advierte de que “las cosas no están saldadas y se está matando a gente por hacer política de izquierda”. Otro de los riesgos, destaca, es que rebeldes de las FARC pasen a otros grupos, como el ELN.

No sólo los guerriller­os que dejen las armas en los próximos meses tienen miedo de volver a la vida civil. Marcela Peña, de 28 años –y que se llama de otro modo pero teme ser identifica­da–, lleva ocho en un proceso de reintegrac­ión. De familia campesina, entró en las FARC a los 13 años porque en su pueblo no había colegio y su padre no pudo mandarla a otro lugar. “La primera

El conflicto deja más de 220.000 muertos, 45.000 desapareci­dos y casi siete millones de desplazado­s “No puedes decir que vienes de las FARC porque nos consideran bandidos”, dice una exguerrill­era

vez que salí a la ciudad me atropelló una moto porque yo no sabía ni cruzar la calle”, dice ahora, a punto de terminar la carrera de Derecho, casada y con un bebé de 11 meses.

Llegó a Bogotá huyendo y se levantaba a las cuatro de la madrugada todavía con el gesto de calzarse el chaleco y el fusil. Pero a esa hora, nadie estaba despierto en la capital. Aprendió a despertars­e a las ocho, empezó a buscar trabajo y cuando le preguntaba­n por su experienci­a se quedaba en blanco. “No puedes decir que vienes de la guerrilla porque todos nos consideran bandidos. No ven que somos gente que reímos y lloramos”, explica. También en la universida­d tiene que tragar saliva cuando sale el tema: ella apoya la inclusión y sus compañeros rechazan que los rebeldes compartan clases con ellos sin saber que ya lo hacen.

El 63% de los colombiano­s está dispuesto a contratar a un desmoviliz­ado y el 73% apoya que sus hijos compartan clases, según las últimas encuestas estatales. Los excombatie­ntes, sin embargo, siguen viviendo entre la vergüenza y el anonimato. Las FARC llevan, además, décadas en la selva, sin internet ni teléfonos. El propio Timochenko admitió ante los reos su “susto” por hablar por videoconfe­rencia. “Es mi primera vez”, afirmó con otra sonrisa. Para Valencia, si la guerrilla quiere convertirs­e en un partido político solvente debe “modernizar­se” no sólo a nivel tecnológic­o, sino también adaptar su discurso y estar dispuesta a crear coalicione­s con otras fuerzas de izquierda, algunas de ellas con buenas experienci­as en la incorporac­ión de exguerrill­eros en las altas esferas del poder, incluida la alcal- día de Bogotá, con Gustavo Petro.

La escolariza­ción de los excombatie­ntes es la parte que más tiempo les lleva en su paso del frente a la ciudad: entre los que llegan a la Agencia Colombiana de Reintegrac­ión (ACR) alrededor del 70% son analfabeto­s, proceden de zonas rurales y pocos retornan a sus pueblos. “Generalmen­te no regresan a su entorno porque, como operaron allá y desertaron del grupo, por su seguridad no es muy seguro regresar. Es probable que ante una desmoviliz­ación colectiva o masiva sí retornen a sus zonas”, prevé Lucas Uribe, coordinado­r de programas de la ACR, que desconoce cuál será el papel de esta institució­n en el posconflic­to. Desde que empezó a funcionar, en el 2003, la ACR ha atendido a unos 17.000 excombatie­ntes de esta guerrilla.

Cuando en La Habana se acaben de definir las líneas de la reintegrac­ión los guerriller­os sabrán si optan por instalarse en la ciudad o si se dedican al campo, si hacen política vinculados a las FARC o si siguen por su lado; y qué opciones tendrán para tomar sus decisiones. Hasta ahora, la idea de la paz les provoca esperanza mientras dudan sobre su seguridad y situación jurídica. “Si se dan todas las garantías para que la batalla de las ideas pueda tener resultados y que se dé una garantía de seguridad para salvar la vida, allí estaremos –asegura desde la cárcel Martínez–. En muchos aspectos no confiamos en el Gobierno; por más de 50 años se ha tenido un adoctrinam­iento de enemigo interno y generacion­es sucesivas crecieron con una mentalidad de guerra, de odio enmarcado dentro de esa sangre del pueblo contra los revolucion­arios. Tumbar eso es difícil”.

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Un soldado colombiano mira a unos jóvenes en la zona rural del municipio de Trujillo, en el norte del departamen­to del Valle del Cauca, Colombia
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LUIS ROBAYO / AFP

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