Alaska, lo que Rusia se perdió
Alaska es la máxima expresión del individualismo y el espíritu libertario de Estados Unidos, un salvaje Oeste del siglo XXI
Una cosa es perder Cuba, como hizo España, y otra regalar Alyeska, como hizo la Rusia zarista. Literalmente por un puñado de cacahuetes: 7,2 millones de dólares del siglo XIX. ¡Y todavía pensó Moscú que hacía un buen negocio, porque el comercio de las pieles de castor, visón y nutria se estaba extinguiendo, y la defensa y suministro del territorio le costaba un ojo de la cara! Eran tiempos de austeridad, como ahora, nadie imaginaba que debajo de la capa de permafrost podía haber oro, y no digamos petróleo, y se lo traspasó a Estados Unidos para neutralizar las aspiraciones expansiones en el Ártico del imperio británico. Sin pensar, claro está, que un día existiría unas cosas conocidas como la guerra fría, comunismo y Unión Soviética, unos tipos llamados Lenin y Stalin, y Washington se convertiría en la superpotencia rival de la URSS.
Pero así se escribe la historia. Cuando el Congreso dio en 1869 su visto bueno a la compra de Alaska, la opinión pública y muchos legisladores estaban en contra. ¡Vaya despilfarro de dinero!, decían los editoriales de los periódicos, sin darse cuenta de que se trataba de un gran chollo. Sólo la Segunda Guerra Mundial, tras el ataque japonés a las islas Aleutianas, resaltó su valor estratégico como primera línea de defensa, y la aparición de los yacimientos de crudo en Prudhoe Bay hizo que el secretario de Estado William Seward, gran padrino de la operación, pareciera un genio.
Hoy, el 49º estado de la Unión tiene los sueldos más altos del país (cada habitante percibe en octubre un dividendo de unos dos mil euros anuales de un fondo especial de los beneficios del petróleo similar al noruego), el coste de la vida más caro y una población joven con un promedio de edad de 34 años. Y aunque el Gobierno predica el estado pequeño, los beneficios estatales son generosos y los abuelos cobran por cuidar de los nietos.
También es la epítome del individualismo y espíritu libertario de los Estados Unidos, y del derecho a llevar armas (a la entrada de algunos bares y locales nocturnos hay carteles pidiendo que los revólveres se dejen fuera). El gobernador es independiente, pero su único representante en la Cámara de los Comunes y sus dos senadores son republicanos. De Alaska (concretamente de Wasilla, una ciudad dormitorio a una hora de Anchorage) ha salido Sarah Palin, para mayor gloria de los ultraconservadores. Y no cabe duda de que en Noviembre va a votar a Donald Trump. Alaska Airlines da prioridad a los soldados y veteranos de guerra a la hora de embarcar, tal vez para compensar sus ridículas pensiones y el hecho de que el Gobierno los deje tirados. En Juneau, el monumento dedicado a ellos está en medio de un aparcamiento.
Muchos republicanos se opusieron a que se convirtiera en estado (entró en la Unión en 1949) convencidos de que sus habitantes, dependientes por aquel entonces de los subsidios estatales, votarían demócrata. Sólo fue así en 1964, tras el asesinato de Kennedy, cuando los alasqueños dieron un 66% de su apoyo a Lyndon Johnson. Pero no ha vuelto a ocurrir. En las elecciones del 2012, Barak Obama recibió sólo el 41% de los sufragios, y Mitt Romney, un 55%. También hay un Partido para la Independencia de Alaska, con una cierta influencia a nivel local, que reclama un referéndum de soberanía.
Ese conservadurismo no es obvio, según en qué círculos se mueva uno. Desde luego no en los centros de las principales ciudades (Anchorage, Fairbanks, Juneau...), con numerosos inmigrantes mejicanos y dominicanos que recogen las maletas, aparcan coches y atienden en los comercios, y estudiantes del resto de Estados Unidos que pasan el verano para ahorrar un dinerillo con el que viajar o pagarse sus estudios, y entre quienes Bernie Sanders es el político favorito. Tampoco en comunidades costeras como Seaward, Homer o Ketchikan, con numerosos filipinos y coreanos que faenan la pesca. Ni en Denali, a las puertas del Mount McKinley, repleto de chavales de la Europa del Este que trabajan en los hoteles en programas de intercambio. Ni en Nome, cuyo alcalde, Richard Boneville, es un gay de Nueva Jersey, exactor de Broadway, que tiene pesadillas en las que ve a Donald Trump en la Casa Blanca.
Pero una cosa es la Alaska progresista y minoritaria, y otra la Alaska profunda, la que le imprime carácter. Dos veces y media el tamaño de Texas, es el estado con más licencias de caza y para llevar armas. Una de cada tres personas tiene carnet de piloto (“Nuestro segundo vehículo es una avioneta”, dicen orgullosos). El lago Hood es el mayor aeropuerto para hidroaviones del mundo, con un millar de despegues y aterrizajes diarios, a fin de desplazarse a cabañas en el medio de ninguna parte, sin electricidad ni agua corriente (los bidones de cien litros son de uso común), y por supuesto sin acceso por carretera. Los únicos vecinos son los osos.
Las temperaturas alcanzan en Fairbanks y otros lugares del interior los cincuenta grados bajo cero. El conocimiento del mundo es limitado. “Ir a Londres va a ser un problema ahora que ha abandonado las Naciones Unidas”, comenta un licenciado universitario. “No es la ONU, es la UE”, le corrijo. “Bueno, a efectos prácticos da lo mismo”.
De los 750.000 habitantes de Alaska, uno de cada once son nativos, a quienes Washington negó la ciudadanía y los derechos civiles cuando se convirtió en estado, y de esa manera también el acceso a los beneficios del petróleo. En Barrow, la ciudad más septentrional de todo el país, donde se unen el mar de Beaufort y el mar de Chuckchi, constituyen el 85% de la población. Impera la ley seca, y el alcohol se cotiza a veinte veces su precio en el mercado negro. En público no se puede tomar ni una cerveza, y en privado hay que solicitar una licencia especial para el consumo, que es revocada si su titular conduce por encima del límite permitido, o protagoniza un incidente de violencia doméstica. En cambio es el único estado donde la posesión de marihuana en pequeñas cantidades se considera legal.
Barrow (en iñupiat, “el lugar donde se cazan los búhos nivales”) es literalmente el fin del mundo, la última frontera de la última fronte-
ARMAS DE FUEGO A la puerta de algunos bares hay carteles pidiendo que no se entre con revólveres
NIVEL DE VIDA
Cada alasqueño recibe dos mil euros anuales de un fondo de los ingresos del petróleo
COMUNICACIONES
Los padres enseñan a los hijos a pilotar, y tener una avioneta es como tener un coche
ra. Sin comunicaciones terrestres, nada de lo que llega sale, y tiene el aspecto de un enorme basurero, repleto de coches abandonados con las ruedas pinchadas. Pero sus cuatro mil habitantes disponen en cambio de un hospital y escuelas ultramodernos. “No existe vida social, lo único que hacemos es ver la televisión”, dice Thelma, casada con un indio navajo y que acaba de regresar a la localidad después de años en California.
En medio de la tundra no crece nada, y la leche o la carne cuestan cinco veces más que en el resto del país (también la gasolina, y eso que el oleoducto de Prudhoe Bay pasa como quien dice por la esquina). Muebles y materiales de construcción arriban en barcazas desde Seattle o Anchorage. El gran acontecimiento es la pesca de la ballena (la Comisión Internacional concede una cuota de 25 al año) y su posterior descuartizamiento, en el que participa toda la población. Aunque parezca mentira en una comunidad tan aislada y de difícil acceso, existe un problema de droga (sobre todo heroína) entre los jóvenes. Es un lugar inhóspito, donde los mosquitos son capaces de sobrevivir a cero grados. Los Balleneros, el equipo de fútbol americano de la escuela secundaria, juega en un campo de hierba artificial gracias a la donación de una mujer de Florida.
El español Bartolomeo de Fonte fue el primero en divisar Alaska. La corona de Castilla envió a Juan Pérez y Alejandro Malaspina para estudiar una potencial anexión, y el capitán Cook navegó sus aguas a bordo del Resolution poco antes de ser asesinado en Hawái. Pero fueron los rusos quienes tuvieron Alaska (aún quedan iglesias ortodoxas) y se la regalaron a Washington. Las islas Diómedes, a tres kilómetros la una de la otra en el estrecho de Bering (en invierno se puede cruzar a pie o en trineo sobre el hielo) son una metáfora a la inversa. Separadas por la línea internacional del cambio de fecha, en la pequeña, que forma parte de EE.UU., es hoy, y en la grande, que pertenece a la Federación Rusa, es la misma hora pero de mañana. Por mucho que en Alaska el pasado sea ruso, el presente y el futuro son norteamericanos.
LEY SECA En ciudades como Barrow, con un 85% de población nativa, está prohibido beber
POLÍTICA
Hay un partido independentista que pide un referéndum sobre la soberanía