¿Quién quiere organizar unos Juegos?
LOS Juegos de Brasil no van a pasar a la historia como uno de los mejores (la autoestima de los barceloneses quedará incólume). La organización no ha sido un dechado de eficacia y se han sucedido anécdotas sobre atracos, aguas contaminadas o desplazamientos más agotadores que la mismísima competición olímpica. Brasil llegaba a estos Juegos inmerso en una crisis económica y política y saldrá extenuado por el esfuerzo. Una vez recogidos los oropeles y apagados los focos mediáticos, vendrá la resaca. La ilusión de los ciudadanos de Río de Janeiro dará paso a la constatación de que el evento no ha servido para disminuir las profundas desigualdades. Una amarga conclusión que cada vez lleva a más países desarrollados a renunciar a los Juegos, temerosos de su estela de deudas.
Quienes defienden sus beneficios aducen que atrae inversión, tanto privada como del Estado al que pertenece la ciudad agraciada. Así fue en Barcelona, que logró impulsar el desarrollo de zonas olvidadas durante décadas. La ciudad ganó prestigio internacional y atrajo al turismo. Los detractores, en cambio, aseguran que el único sector que saca provecho es el de la construcción, que levanta infraestructuras que acaban infrautilizadas, mientras las arcas públicas se vacían. Sochi quedó desierta tras ostentar el dudoso récord olímpico de ser la sede que más gastó en unos Juegos (invierno del 2014). Atenas 2004 desembolsó 18.000 millones y diez años después se sumía en una terrible depresión económica.
Quizá sea inmoral que economías débiles derrochen recursos en los Juegos, pero el idolatrado espíritu olímpico también casa mal con la premisa de que sólo los países ricos merezcan cobijarlos. Lo cierto es que este espectáculo planetario cada vez sirve más para enriquecer a una minoría. Si eso no se corrige, no habrá país que quiera albergar una sede olímpica, salvo aquellos cuyos políticos deseen desviar la atención de cuestiones más incómodas.