Una pintora inmensa
Cien años después de su presentación internacional en la legendaria Galería 291 de Nueva York, Tate Modern reúne una impresionante selección de obras de Georgia O’Keeffe (1887-1986), que va más allá de la celebración de aniversario. En torno a cien obras, vaya, que arrancan de los voluntariosos carboncillos abstractos neoyorquinos, se demoran en los espléndidos paisajes de la ciudad, intervienen en la comprensión de las radiantes series florales y culminan en la geología reseca e inquietante de Nuevo México. Trece salas que dejan hablar a las obras en un montaje modélico y subrayan su versátil dimensión formal. Sin descuidar la fotografía cómplice con Alfred Stieglitz, que sería su marido, ni la pintura feliz de Lake George, donde la pintora veranea de 1918 a 1930, un tiempo clave en su andadura artística. Georgia O’ Keeffe es una figura incómoda en la historia de la modernidad artística norteamericana, y a su vez un icono para la pintura del siglo XX. Su implacable independencia, la convicción de que el arte hay que inventarlo pincel en mano día tras día, la propuesta de la inverosimilitud de lo visible, son argumentos decisivos en una obra que cubre el medio siglo de oro que separa 1910 de 1960 en la escena norteamericana.
Nacida en Wisconsin, hija de la triple emigración –irlandesa, holandesa y húngara– Georgia acabó sus días en Santa Fe (Nuevo México). Imaginación, trabajo, perseverancia y una duda razonable son las características de una artista que ya a los doce años lo tenía claro: “Seré pintora”.
La obra temprana de Georgia O’Keeffe aporta ya significativas abstracciones mientras enseñaba entusiasta Historia del Arte a los alumnos de Virginia y Texas. En 1917 presenta su primera muestra individual en 291. ¿Qué otra cosa hacían los Delaunay en la Riviera francesa por aquellos días? El paisaje como impulso creativo, cierto, pero también como un desafío de abstracciones cromáticas. Una depuración que prende en el imaginario de Georgia y da vida a una secuencia de pintura orgánica inclasificable. Blue and yellow, 1923. Es curioso que estas imágenes confusas se definan en el que será el momento más discutido de la artista, las series florales de los años treinta que abrieron la obra a una atrevida simbología erótica, interpretación sesgada que irritó a la artista norteamericana y ha constituido un fuerte lastre para la comprensión cabal de su trabajo pictórico.
La escrupulosa mirada botánica del visitante diligente a los museos de Ciencias Naturales. Las plantas exóticas y la espléndida variedad de especies despertaron en la imaginación de Georgia el sin fin de asociaciones de color que describen sus obras. “Pinto lo que veo, lo que las flores me dicen y las sorpresas que ocultan al descreído urbanita”.
Entre 1920 y 1950, las flores –amapolas, calas, lilas, petunias y lirios– son un motivo cardinal en los proyectos de O’Keeffe e inspiran composiciones poderosas al borde de la abstracción. Oriental poppies, 1927. Unos años de intensa asimilación teórica de la abstracción a la luz de Kandinsky y la experiencia cercana de Clive Bell.
Es indiciario que los paisajes urbanos neoyorquinos convivan con las primeras pinturas florales y la experimentación fotográfica de Stieglitz. En 1929 O’Keeffe hizo su primer viaje a Nuevo México, el inicio de una peregrinación existencial que en 1949 se convierte en opción liberadora: seis meses en Abiquiu, donde se trasladó a la muerte de Stieglitz. Treinta años de vida plena como demuestra el deslumbrante legado que llena las últimas salas de la exposición londinense. Temas nuevos y motivos pictóricos centrados ahora en la desoladora geografía fronteriza. Experimenta el paisaje óseo de Taos y Alcalde, el refugio providencial de los visionarios sureños, Mabel Lodge vivió aquí, y recupera su extraña juventud rural pero en un paisaje de arcilla y adobe, en esas inabarcables mesas que estimulan su indómita exigencia aventurera. La sobreposición de filiaciones étnicas equidistantes, la América tribal y la herencia colonial hispana. Es rara la fascinación de Georgia por las culturas Pueblo y Navajo en Arizona y Nuevo México, que intrigaron al historiador Aby Warburg a finales del XIX: las danzas rituales, la simbología del rayo y la serpiente dan vida a un juego de máscaras en las que el antropólogo diferencia su contenido ancestral y la pintora el súbito haz cromático de azules y blancos. Warburg aparece en Arizona en 1888 tocado con una máscara kachina, en chaqué naturalmente, en tanto que para Georgia la muestra de plumas, perfiles e improvisaciones lineales testimonian un mundo oculto hecho de sensibilidad y armonía.
Los paisaje desiertos se pueblan de animales espectrales, los cráneos de bóvidos calcinados por el sol inclemente convertidos en el elemento clave de una sutil simbología plástica Cow skull, 1931 es un logro de plasticidad figurativa que impregnará una década de actividad artística de Georgia O’Keeffe. El salto al Lugar Negro, en el territorio navajo, inspira la indagación del paisaje que culmina las gradaciones en blanco y negro donde las sombras recurrentes alcanzan un hiriente protagonismo. Los paisajes con nubes ajustan las formas en tramas horizontales blanco y azul tenue que nos anuncian un horizonte sin referentes, pero también la visión aérea del mundo que Georgia descubrió en sus tardíos y fascinantes viajes transatlánticos. Había vivido la experiencia de ver el mundo desde el cielo.