Y por fin... la fiesta
Me han picado mosquitos pero ni tengo miedo ni he congelado esperma. No me han atracado a pesar de que vives en un persistente estado de tensión. Sorprende, por ejemplo, que la mayoría de edificios tienen verjas de dos metros y medio por seguridad y que los taxistas (o los Uber) no te quieran dejar en cualquier sitio que les pidas por el riesgo de la zona. Seguro que existe el zika y es verificable que es una ciudad insegura pero me he enamorado de Río de Janeiro… a pesar de los Juegos.
Río es una ciudad que te reta. Se pone enfrente tuyo y es tan diferente que no le aguantas la mirada. Acostumbrados a arterias idénticas, con las mismas tiendas y las mismas marcas, restaurantes en cadena, Río te garantiza la ruptura con lo usual. Lo trincha tanto que crea un efecto de prudencia y de distancia. Las favelas destrozan tanto la convencionalidad que enfrentarte a ellas no es fácil. Las “pacificadas” tienen detalles preocupantes de turismo de la pobreza. Las “no pacificadas” son un riesgo innecesario. Pero te absorben y te cuestionan. No es hacer una foto, es reflexionar sobre lo que se ve en ella. Lo mejor de Río es que no existe el blanco y negro, todo es color. Son felices y, si no lo son, luchan por serlo. Quizá por ello una de las palabras comodín en portugués que pronunciado por un carioca suena a poesía es Beleza. Pau Ramírez, corresponsal de RAC1 en Brasil, me lleva a comer a la favela de Chapéu-Mangueira al Bar do David, un premiado lugar de Río en una ubicación imposible de encontrar en el resto del mundo. Nos zampamos un Tropeiro Carioca, plato premiado en Brasil mezcla de col, feijao (un tipo de judía), diversidad de tocino y carne seca. La carne es excelente pero, según afirman los mismos brasileños, es peor que la argentina porque los campos de aquí son planos con lo que las reses no tienen los desniveles de Argentina y sus músculos son más grasos y, por tanto, de menos calidad. La traca llega de noche. La cantante Sara Pi y su productor brasileño Enrico Moreira me recomendaron ir a la Pedra do Sal. Es una zona del barrio de Gamboa donde la gente acude en masa los viernes a escuchar samba callejera. Rodeado de tenderetes, a medianoche es un centrifugado de etnias y pasearte solo por la zona te da un confort impensable en una ciudad peligrosa como Río. Pido una caipirinha y por 10 reales (poco más de 3 euros) me sumergen en un vaso de plástico de medio litro. Hasta aquí también ha llegado la moda de echarle frutas a las copas. Freno de mano a tiempo y las fresas para Tambor, el amiguito de Bambi. Llegan a la zona algunos inadaptados miembros olímpicos: los que aún muestran la acreditación a todas horas. Un niño pasea a su niño en un cochecito y la madre, que roza la mayoría de edad, compra un paquete de tabaco y unos Halls de menta. Todo pasa en la Rua Sao Francisco de Prainha esquina con Sacadura Cabral y la gente baila con la pureza de esta samba diferente a la que nos llega a Europa. Te acompaña la música, te lleva la gente, te saluda la Río nocturna y festiva que contamina alegría. A la salida de la zona un chico en silla de ruedas te ofrece un demoledor prospecto: Operaçao Lei Seca. Colabore. 7 anos salvando vidas. Por si te pasa por la cabeza coger el coche al salir de ahí. Río es la ciudad del mundo con más controles (estrictos) de alcoholemia. De vuelta al hotel, paseando de madrugada, te das cuenta que hay una Río que ha pasado olímpicamente de los Juegos no por gusto, no por ganas. No era el momento. Río fue la mejor candidata del 2009 y la peor sede del 2016. Nos acordaremos de Bolt, de Phelps, de Biles, de la buena voluntad de los voluntarios y del equipo de refugiados. El comité organizador de Brasil ha sido una indecencia, la actitud de la torcida, antiolímpica, los escenarios no se han llenado estando todo vendido... Pero, a pesar de todo, nos queda Río. Decididamente la mejor ciudad para los peores Juegos.