La sensación de ridículo

Lo correcto sería que, si se deben repetir por tercera vez las elecciones, los cabezas de lista de los partidos que han sido incapaces de alcanzar un pacto se fueran a casa. El mensaje de los ciudadanos el 20-D y el 26-J era claro: deseaban un Congreso más plural, no sometido al pulso entre los dos grandes partidos. Y esperaban que hubiera acuerdos que obligaran a pactar, que es una manera de que las cosas cambien pero de forma matizada. Mariano Rajoy preguntó a Pedro Sánchez en su intervención del miércoles durante la sesión de investidura si estaba dispuesto a llevarnos a las urnas las veces que hiciera falta hasta que saliera un resultado que le gustara. Algo parecido le planteó el líder del PSOE cuando era él quien intentaba ser investido.

Llevar a la gente a las urnas para nada, una y otra y otra vez, es ridículo. Y aunque Agatha Christie llegó a escribir que cuando ves a las personas hacer el ridículo es cuando realmente te das cuenta de lo mucho que las quieres, no es menos cierto que, cuando un político hace que nos encontremos ridículos, consigue que nos sintamos a disgusto con la democracia. No anda el país sobrado de moral colectiva, después de que la crisis política y económica de los últimos años nos haya hecho ver que nuestros dirigentes iban tan desnudos como el rey del cuento de Andersen, mientras nosotros empezábamos a mostrar nuestras miserias sin saberlo.

Equivocarse una vez puede ser un error, dos constituye una tragedia y tres resulta una tomadura de pelo. A lo mejor habría que encerrar a nuestros diputados en una sala, a modo de cónclave laico, y no dejarles salir hasta que se hubieran puesto de acuerdo. Discutiendo hasta el agotamiento, sin que los viéramos, lo que evitaría gracias, ironías y postureos. Estamos hartos de mítines y hambrientos de soluciones. En los próximos días les oiremos pelearse para ver quién es señalado como culpable de habernos llevado al día de la marmota. Cuando ninguno está libre de culpa.