Más que un trozo de tela
En un rincón de la banlieue sur de París, un colegio de monjas perteneciente a la Fraternidad de Saint Pie X –fundada en 1970 por el excomulgado obispo Marcel Lefebvre–, instruye a las proles de los integristas católicos franceses en la estricta moral preconciliar. Cada mañana, en la plazoleta que hay junto a la escuela, cerca de la mansión de Jean-Marie Le Pen –cuya nieta Marion estudió aquí–, se agolpan coches monovolumen llenos de niños. Muchas de las madres y algunas niñas llevan el cabello pudorosamente cubierto con un pañuelo.
El abad de la fraternidad Christophe Beaublat, en un escrito del 2009 sobre La caridad en el vestido, subrayaba que el principal objetivo de la indumentaria es “velar el cuerpo” y “ocultar lo que podría excitar la concupiscencia”. Y apelaba a la Biblia para justificar las restricciones que deben observar las mujeres: evitar “vestimentas impúdicas”, rechazar las ropas masculinas –“No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre de mujer, pues quien lo hace es abominable ante Dios” (Deuteronomio 22:5)– y cubrir sus cabellos con un velo en la iglesia –“El hombre no debe cubrirse la cabeza, pues es la imagen y la gloria de Dios, mientras que la mujer es la gloria del hombre (...) La mujer debe llevar en la cabeza un signo de sumisión” (primera epístola de san Pablo a los Corintios).
Con su vestido, recuerda el abad, la mujer no debe “incitar al deseo impuro” al hombre. Y tampoco pretender igualarse a él, puesto que Dios la ha situado en una posición subalterna: “Las mujeres , puesto que no tienen una autoridad que les venga de Dios sino por intermediación de los hombres, deben velarse en signo de dependencia social”. Es una visión de hace más de dos mil años reivindicada en pleno siglo XXI por una secta integrista cristiana...
Si a Christophe Beaublat le quitáramos la sotana y le pusiéramos una túnica, podría pasar perfectamente por un imán predicando en la mezquita y llamando a las mujeres musulmanas a guardar el debido recato y a mantenerse en su sitio. A fin de cuentas, el velo islámico en todas sus declinaciones –hiyab, niqab, burca, burkini...– tiene esencialmente la misma función que el fular y las largas faldas de las lefebvristas: ocultar total o parcialmente el cuerpo de la mujer para no provocar el deseo irrefrenable de los varones –“¡Profeta! Di a tus esposas que se cubran con el manto. Es lo mejor para que se las distinga y no sean molestadas”, dice el Corán–. Y, de paso, subrayar su sometimiento a los hombres.
La imagen de unos policías municipales de Niza (Costa Azul) este verano obligando a una mujer a desvestirse en la playa en cumplimiento de un decreto municipal anti-burkini recuerda enormemente la de los policías norteamericanos midiendo la longitud de los trajes de baño femeninos en las playas de Florida en los años treinta del siglo pasado. La vestimenta de las mujeres ha obsesionado a los hombres desde tiempos inmemoriales y sólo muy recientemente –y sólo en una parte del mundo– el férreo control masculino impuesto a la indumentaria femenina ha acabado deshaciéndose. Todavía en 1938, Helen Hulick, profesora en una guardería de 28 años, fue encarcelada cinco días por un juez de Los Ángeles por haber persistido en su decisión de testificar en una vista llevando pantalones. Y hasta hace sólo tres años aún seguía vigente en Francia un decreto de la época revolucionaria (de 1800) que prohibía a las mujeres vestir dicha prenda.
En Europa, tras décadas de lucha por sus derechos, las mujeres han conseguido también reconquistar su libertad a la hora de vestir. Y justamente en nombre de esta libertad individual, el Consejo de Estado francés dictaminó que los decretos municipales que prohíben el burkini en las playas vulneran los derechos fundamentales y deben ser suspendidos. Probablemente es la decisión más coherente. Pero no deja de ser irónico que la libertad sea garante justamente de un atuendo que la niega.
El velo no es una prenda neutra. Es un símbolo. Y su significado es contrario al de la libertad y la igualdad. En muchos países islámicos, las mujeres lo llevan por obligación. Y pueden recibir castigos infames si transgreden la norma. En Europa, las mujeres que no lo hacen por imposición marital, sino por propia decisión –por convicción religiosa, por ostentación identitaria, por moda–, tienen todo el derecho a vestirlo. Como las integristas católicas de Saint Pie X. Pero ello no lo hace más defendible. Y sus declinaciones más agresivas –velo integral, burkini– son directamente ultrajantes, porque atentan frontalmente contra los derechos de las mujeres como individuo, a las que los islamistas querrían ver encerradas en sus casas y definitivamente sojuzgadas.
En toda Europa, y particularmente en Francia –donde hay la mayor población musulmana de la UE–, los fundamentalistas islámicos, que beben ideológica y financieramente del wahabismo saudí, llevan tiempo intentando socavar el principio de igualdad e imponer su oscurantista visión del mundo. Es una batalla en muchos frentes: en los barrios de los suburbios, en los hospitales, en las piscinas públicas... y ahora también en las playas. Quizá la prohibición del burkini era desmesurada. Pero en algún momento hay que frenarles. “No seamos naifs sobre el símbolo de esta tela” –escribía el editor egipcio Aalam Wassef en Libération–. Prohibir los burkinis, cuyo nombre alude hasta la náusea al burca de los talibanes, no es un acto islamófobo. Es más bien el signo de que no tenemos miedo de decir que islam y wahabismo son dos cosas radicalmente distintas, y que el segundo amenaza al primero desde hace más dos siglos”.
No deja de ser irónico que la libertad sea garante justamente de un atuendo que la niega