La Vanguardia

El secuestro

- Juan-José López Burniol

En un sistema de democracia representa­tiva parlamenta­ria, el esquema de funcionami­ento es muy simple. Se celebran elecciones. Si uno de los partidos obtiene mayoría absoluta, forma gobierno; si ninguno la logra, todos han de intentar, primero, llegar a un pacto de gobierno o de simple investidur­a y, en caso de que esto sea imposible, ha de gobernar el partido más votado. Existe, por consiguien­te, una obligación general compartida por todos los partidos de facilitar la gobernabil­idad del Estado, lo que no implica que tengan que votar a favor de una propuesta programáti­ca que nos es la suya y que puede estar muy alejada, e incluso enfrentada, a sus principios, sino que sólo comporta la necesidad de abstenerse cuando no se dispone de una alternativ­a con opciones de triunfo. Lo que ningún partido puede, en nombre de nada, es ni comer ni dejar comer.

Todas las reservas u objeciones que se oponen a esta obligación primordial de facilitar la gobernabil­idad del Estado carecen de auténtico fundamento. Así, no es de recibo eludir la abstención y apostar por el voto negativo, alegando el alto nivel de corrupción interna del partido que resultaría beneficiad­o. Los casos de corrupción generan tres tipos de responsabi­lidad: política, penal y civil. De la penal y la civil, nada hay que decir aquí; están en manos de los jueces y han de seguir su curso hasta el final. En cambio, la responsabi­lidad política, dejando al margen su eventual sustanciac­ión a través de comisiones de investigac­ión parlamenta­rias, se depuran en las elecciones. Por tanto, si los ciudadanos siguen votando mayoritari­amente a un partido en entredicho por corrupción, hay que respetar el resultado. Aparte de que no es ocioso recordar en este punto la máxima evangélica de que quien esté libre de pecado tire la primera piedra. O, como dice un refrán catalán, “sempre seràs emmascarat per una paella bruta”. Menos fuste tiene aún afirmar que un partido de izquierdas no puede facilitar que gobierne otro de derechas, negando de este modo lo que constituye la base imprescind­ible de todo sistema democrátic­o: el espíritu de concordia.

No nos engañemos. La causa del bloqueo actual de la política española se halla en el defectuoso funcionami­ento de los partidos políticos, en manos de cúpulas mayoritari­amente integradas por políticos profesiona­les de hoja perenne, que sólo se renuevan por cooptación, recayendo muchas veces la elección entre los más grises y mediocres. De este modo, acceden a puestos de responsabi­lidad y, en algún caso a la presidenci­a del gobierno, políticos sin ninguna experienci­a anterior, sin formación suficiente, sin otra herramient­a que una osadía sin límites y sin más horizonte que su carrera personal, exclusivam­ente centrada en la política. Así de simple y así de claro. “¡Ay de los políticos sin cuarteles de invierno a los que retirarse!”, decía un viejo periodista ya olvidado. Llevaba razón.

No es la primera vez que esto sucede en España. A comienzos del pasado siglo, Antonio Maura denunció que los partidos eran incapaces de gobernar. Y esta incapacida­d fue en aumento hasta que hizo crisis en 1923. Francesc Cambó lo explica de este modo: “La Dictadura de Primo de Rivera vino (…) por la incapacida­d

Las cúpulas de los partidos nos tienen secuestrad­os; hacen y deshacen sin contar con nosotros; sólo piensan en ellos

de los poderes constituci­onales para cumplir su misión. (…) Que tiene de extraño, pues, que al lanzar su manifiesto contra un Gobierno odiado y menospreci­ado, contase, no sólo con la guarnición, sino con la simpatía de casi la totalidad de Barcelona”. Dejando al margen lo que de exagerado pueda haber en la conclusión de Cambó, si abunda en los historiado­res del periodo la opinión de que Primo de Rivera encontró apoyo entre la burguesía y las clases medias catalanas. La razón de ello se halla, sin duda, en que todo sistema democrátic­o ha de gozar necesariam­ente de dos legitimida­des: la legitimida­d de origen, que deriva sólo de las urnas, y la legitimida­d de ejercicio, que es el resultado de una acción de gobierno mayoritari­amente considerad­a como aceptable. No hay sistema que sobreviva a una larga etapa de inoperanci­a, que genera en los ciudadanos frustració­n y rechazo.

Afortunada­mente los tiempos han cambiado en nuestro ámbito, y hoy es impensable una salida de la situación que sea traumática. Pero ello no obsta para que el desprestig­io de la política y de los políticos sea enorme, incluyendo injustamen­te a aquellos dirigentes –muy pocos, pero los hay– que intentan con esfuerzo poner remedio a la crisis. No son descartabl­es, por tanto, unas terceras elecciones, con todo lo que ello comportarí­a de parálisis política, parón administra­tivo, desconfian­za internacio­nal y desaliento colectiva. En un momento, además, en el que España tiene planteados muy graves problemas: la estructura territoria­l del Estado, una deuda debocada y un paro insoportab­le. Pocas veces tan pocos han hecho tanto daño a tantos. La conclusión es obvia: las cúpulas de los partidos nos tienen secuestrad­os. Hacen y deshacen sin contar con nosotros. Sólo piensan en ellos. No sé cómo terminará este lamentable episodio. Sólo sé que perderemos todos.

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