La Vanguardia

Muñecos de paja

- Jordi Llavina

Amenudo me pregunto acerca del funcionami­ento, tan caprichoso o aleatorio, de la memoria. ¿Por qué recordamos según qué y, en cambio, no retenemos elementos claramente más relevantes? ¿A qué se debe que, en la evocación personal de un hecho, no aparezca aquello que, por el contrario, no falla jamás en la de nuestros hermanos o primos, que también estaban allí?

Hace poco recibí, procedente de una casa que para mí fue familiar, un hato de libros y papeles muy viejos, personales. Entre tanto papel, algunos pliegos de poemas míos escritos –los más añejos– en 1982. El primero de todos, perpetrado a la edad de catorce años, se titulaba Muñecos de paja, y era una suite poética lastrada por mi admiración adolescent­e por Salvat-Papasseit. De entre todo ese tesoro de papel marchito y grapas oxidadas (que también mancharon de óxido el papel), rescaté un capítulo fotocopiad­o del libro cuarto de El Espectador, de Ortega y Gasset, titulado “Las dos grandes metáforas”, una delicia.

Alguna vez, evocando ese ensayo de Ortega leído treinta años atrás en mi primer curso de carrera, había intentado dar con él en alguna librería, siempre infructuos­amente. Ahora, y del modo más azaroso, ha vuelto a mis manos y a mis ojos. Recordaba de él lo que hoy constato que es un ejemplo marginal, prescindib­le, en la argumentac­ión del filósofo madrileño. Cuando este defiende que el conocimien­to humano presta más atención a lo que se mueve que a lo que está siempre quieto, aduce lo siguiente: “Los que habitan junto a una catarata no suelen oír su estruendo, y, en cambio, si acaso cesa el torrente, perciben lo que menos pudiera creerse: el silencio”. Entonces, tres decenios atrás, al leer el texto por vez primera, ¡ni siquiera subrayé el ejemplo! Pero eso era todo cuanto yo recordaba del ensayo orteguiano: ¡nada más que un detalle!

Hace años, el poeta Jaume Subirana se preguntaba qué acabamos recordando de las novelas que leemos. En ocasiones, son cosas que nada tienen que ver estrictame­nte con el texto y sus valores (el lugar donde leímos el libro, la chica que nos lo regaló, el aroma inmarcesib­le de la tinta...). Diría que, de la mayoría de los títulos que he leído, conservo en el recuerdo detalles que, en el mejor de los casos, no merecerían ni el subrayado. Y, aun así, son detalles que me hicieron entrañable­s dichos libros, y memorables, a pesar de todo.

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