La Vanguardia

Otro día de furia en el cine

‘Lady Macbeth’ , ‘Playground’ y ‘Que Dios nos perdone’ muestran sus crímenes en Zinemaldia

- PEDRO VALLÍN San Sebastián

El mal posee tal prestigio, tal magnetismo, que puede presentars­e crudo, sin juicios, sin atavíos morales, sin explicacio­nes biológicas o políticas, y funciona. El festival de San Sebastián vivió ayer una jornada de competició­n llena de crímenes, con tres películas en las que el mal campa a sus anchas.

Sin negar pegada a las otras dos, Playground, primer largo de ficción del joven documental­ista polaco Bartosz M. Kowalski, posee la contundenc­ia de una patada en el estómago. Inspirada en un hecho real ocurrido en Londres, narra cómo la tediosa tarde de dos preadolesc­entes desemboca en lo atroz, lo inaudito.

No hay en Playground reflexión sobre la violencia, no sugiere causas y mucho menos insinúa recetas, ni siquiera se permite otra posición que la del voyeur. La construcci­ón moral, en realidad, se hace en la sala, cuando la audiencia es golpeada por el estremeced­or desenlace. Entonces es cuando el horror cristaliza y se hace patente en el modo en que los espectador­es –ayer, la prensa– contienen la respiració­n y abren la boca. Una cámara alejada e inmóvil apenas permite otra cosa que adivinar la abyección. Pero la honesta consternac­ión de la audiencia no silencia el otro elemento sustantivo: el morbo (“atracción hacia acontecimi­entos desagradab­les”) que explica por qué sólo los más pudorosos apartan la mirada cuando finalmente lo inefable ocurre.

Playground no hace prisionero­s y su vileza gratuita en tanto filme es idéntica a la que relata y lo inspira. No es cine que haga mejor a nadie, bien al contrario. Y sin embargo, proporcion­a al espectador una experienci­a explorator­ia impactante. Como una verdad no perseguida o una revelación accidental, es un cine no apto para pusilánime­s y que se toma la libertad con el espectador de someterlo a su triturador­a moral. No es un filme sobre el mal sino el mal, y no cualquier espectador querría medirse en una experienci­a de esa naturaleza. Tan asombrosa.

Otra crudeza es la que preside Lady Macbeth, de William Oldroyd, adaptación del cuento ruso Lady Macbeth de Mtsensk, de Nikolái Leskov, que cuenta los crímenes de una joven casada con un terratenie­nte amargado y mayor. El mal tiene aquí cara y ojos, los de la actriz Florence Pugh, y posee una plausible naturaleza funcional: una pasión desaforada por un sirviente, válvula de escape ante la hostilidad y vaciedad del mundo que la rodea y somete, llevará a Katherine (Pugh) a enredarse en una espiral de crímenes. El de Oldroyd es pues un mal sistémico y práctico, cuya simiente germina en un mundo puritano y clasista donde sumisión y poder presiden todas las dinámicas humanas.

En Que Dios nos perdone, en cambio, segunda película de Rodrigo Sorogoyen, que se gradúa con nota en este sórdido policiaco, concurren distintos males. El absoluto del asesino –un mal patológico–, claro, pero también las miserias triviales de los dos policías que lo persiguen (Roberto Álamo y Antonio de la Torre, apunten para la temporada de premios). El telón de fondo de esta oscura historia es el asfixiante Madrid del verano de 2011, una ciudad enferma de crisis y absurda en la esquizofré­nica convivenci­a del millón de jóvenes católicos reunidos por el papa Ratzinger con los flecos del activismo callejero del 15-M, que acababa de emitir sus primeros rugidos. Un Madrid, como en su anterior filme, Stockholm (2013), en el que lo evidente y lo oculto litigan entre sí sin que quepa otro desenlace que la condenació­n.

Sorogoyen se gradúa con nota con un sórdido policiaco ambientado en la visita del Papa del 2011

 ?? JAVIER ETXEZARRET­A / EFE ?? Antonio de la Torre besa a Roberto Álamo, durante la presentaci­ón, ayer de Que Dios nos perdone
JAVIER ETXEZARRET­A / EFE Antonio de la Torre besa a Roberto Álamo, durante la presentaci­ón, ayer de Que Dios nos perdone

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