La Vanguardia

Igual soy tú

- Clara Sanchis Mira

Siento una creciente atracción hacia los dientes raros. Ese canino que sobresale con ternura de vampiro novato y tropieza con el labio, esos incisivos que entreabren, infantiles y sensuales, la línea de un silbido como de conejo ido, esa rotura que insinúa la huella de un fósil marino, esa alineación altisonant­e de xilófono, ese diente que se tuerce porque le da la gana. Son pocas ya, y tan preciadas, las bocas imperfecta­s, únicas, en las que puedo perderme con deleite de telescopio. Cuando me hablan, sé que reconocerí­a su dentadura entre un millón. Sabría que eres tú, sólo por ese colmillo burlón, diría. Si viera sólo ese dientecito tan tuyo, con un brillo fugaz en la noche oscura, sabría que todo lo de alrededor te pertenece.

Así, me regocijo en esta afición dental torcida, con lujuria, al ver un documental de los años 60, cuando la ortodoncia global no nos había sorbido el seso y vaciado los bolsillos. No es que no me interese el contenido de la película, pero estoy deseando que abran la boca. Y la abren mucho. Porque se trata de The Beatles: eight days a week, y los cuatro genios cantan, hablan y ríen lo suyo, en fabulosos primeros planos de las dentaduras puras de su rabiosa juventud. A pesar de la tortura que sufren cuando la maquinaria de la fama los arrastra por conciertos delirantes, en estadios con 50.000 tipos gritando de tal modo que los músicos, monos de feria, tienen que mirarse las manos para saber por dónde va la canción. Y luego están las bocas desencajad­as de aquellas fans locas, inquietant­es y sobrecoged­oras, que se revuelcan por el suelo y lloran a mares no se sabe si de placer, de soledad furibunda o de qué. Con esas emociones desbocadas que borran las líneas entre el placer y el dolor en una especie de mejunje viscoso o bola mojada, que les hace abrir mucho la boca, para sus aullidos y mi regocijo.

La película deja con nostalgia de diente. La misma que siento cuando un amigo, a saber por qué clase de tropiezo del ánimo, cae en la ortodoncia global y total, y aparece de pronto con esa valla blancuzca, impenetrab­le, hermética, esa barrera violenta, ese enrejado de mármol que jamás podré ya atravesar, y trato de ocultarle la melancolía que me provoca la pérdida de sus entrañable­s perlas. Bastante tendrá él con su propio desconcier­to cada vez que se cepille delante del espejo esa cosa insondable, aterradora­mente perfecta, por no decir caballuna. Y en serie. Qué será de nosotros cuando a alguien se le ocurra que puede ganar dinero convencién­donos de que es necesario –como ya pasó con las narices, los pechos o los labios– que lo igualemos todo de una vez por todas; los dedos de las manos, bien alineados para que no nos sobresalte­n, y luego las orejas, hasta llegar a los ojos. Hola, creo que soy yo, diremos, ¿me diferencia­s de ti?

No es que no me interese el contenido de la película, pero estoy deseando que abran la boca

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