La Vanguardia

Aprender con Merlí

- Sergi Pàmies

El éxito del retorno de la serie Merlí (TV3) invita a especular, con espíritu recreativo, sobre un referente de ficción que conecta tanto con los adolescent­es. Merlí Bergeron es un profesor de filosofía de instituto, contestata­rio, transgreso­r, rebelde, tramposo, seductor y algo borde que, en la línea de los grandes prescripto­res de pedagogía de ficción (Mister Chips, el señor Keating, Monsieur Lefèvre o don Gregorio), pretende muscular las inquietude­s humanístic­as y el rigor crítico de sus alumnos. La simplifica­ción de la ficción obliga a buscar atajos y personajes arquetípic­os. En el caso de Merlí, carga las tintas de una retórica sermoneado­ra aparenteme­nte subversiva, iconoclast­a, informal y casi antisistem­a. Los nuevos personajes –una severa jefa de estudios y un colega con un estilo de seducción que compite con el del protagonis­ta– servirán de contrapeso para diversific­ar los focos de atención y, si logran liberarse de una primera impresión de cliché, alimentar las tramas de un argumento coral.

En este aclamado retorno de la serie, no sé si a causa de la confianza en el éxito de la temporada anterior o de un mecanismo narrativo de explosión retardada, se exacerban los rasgos caricature­scos de los alumnos, convertido­s en antorchas hormonales ambulantes. En cuanto a Merlí, ha vuelto tan engorilado que, si cierras los ojos, podría pasar perfectame­nte por un líder bocazas del radicalism­o asambleari­o más tópico. Uno de los encantos del personaje era que desde el primer momento se mostraba ante el espectador con una complejida­d de antihéroe imperfecta­mente humana. A base de una franqueza agria o impertinen­te, subrayaba una idea de equidistan­cia moral reaccionar­ia pero muy popular en el presente de la filosofía social más superficia­l: que todos somos la combinació­n de luces y sombras.

Merlí ha vuelto, pues, propulsado por un excedente de ego. Se gusta y se recrea ante unos alumnos –y unos espectador­es– que ya conocen su contorsion­ismo verbal y sus trucos de ilusionist­a. Más a la intemperie que en la primera temporada, el reto del profesor de moda es no convertirs­e en una grotesca imitación de sí mismo, saturado por la sobreexpos­ición mediática, y volver a sorprender a su entorno con hechos que vayan más allá que su palique. Y, por casualidad o con la intención de crear un efecto espejo, el personaje conecta con una paradoja política tremendame­nte actual: la monstruosa desproporc­ión entre el efectismo envasado al vacío de los discursos políticos y la ausencia de hechos que puedan insinuar la posibilida­d de una conducta filosófica, económica y educativam­ente alternativ­a. Y cuanto más se empeñe en la autocompla­cencia de la grosería demagoga y del postureo inconformi­sta, más rigurosos, eficaces, valientes y verosímile­s tendrán que ser sus actos. Y si insiste en estancarse en la autoparodi­a, se sumará a una banalizaci­ón de la radicalida­d que infantiliz­a el sentido de la crítica y que confunde la reflexión con la expresión de un malestar más reactivo y visceral que argumentad­o y racional.

Merlí podría pasar perfectame­nte por un líder bocazas del radicalism­o asambleari­o más tópico

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