Aprender con Merlí
El éxito del retorno de la serie Merlí (TV3) invita a especular, con espíritu recreativo, sobre un referente de ficción que conecta tanto con los adolescentes. Merlí Bergeron es un profesor de filosofía de instituto, contestatario, transgresor, rebelde, tramposo, seductor y algo borde que, en la línea de los grandes prescriptores de pedagogía de ficción (Mister Chips, el señor Keating, Monsieur Lefèvre o don Gregorio), pretende muscular las inquietudes humanísticas y el rigor crítico de sus alumnos. La simplificación de la ficción obliga a buscar atajos y personajes arquetípicos. En el caso de Merlí, carga las tintas de una retórica sermoneadora aparentemente subversiva, iconoclasta, informal y casi antisistema. Los nuevos personajes –una severa jefa de estudios y un colega con un estilo de seducción que compite con el del protagonista– servirán de contrapeso para diversificar los focos de atención y, si logran liberarse de una primera impresión de cliché, alimentar las tramas de un argumento coral.
En este aclamado retorno de la serie, no sé si a causa de la confianza en el éxito de la temporada anterior o de un mecanismo narrativo de explosión retardada, se exacerban los rasgos caricaturescos de los alumnos, convertidos en antorchas hormonales ambulantes. En cuanto a Merlí, ha vuelto tan engorilado que, si cierras los ojos, podría pasar perfectamente por un líder bocazas del radicalismo asambleario más tópico. Uno de los encantos del personaje era que desde el primer momento se mostraba ante el espectador con una complejidad de antihéroe imperfectamente humana. A base de una franqueza agria o impertinente, subrayaba una idea de equidistancia moral reaccionaria pero muy popular en el presente de la filosofía social más superficial: que todos somos la combinación de luces y sombras.
Merlí ha vuelto, pues, propulsado por un excedente de ego. Se gusta y se recrea ante unos alumnos –y unos espectadores– que ya conocen su contorsionismo verbal y sus trucos de ilusionista. Más a la intemperie que en la primera temporada, el reto del profesor de moda es no convertirse en una grotesca imitación de sí mismo, saturado por la sobreexposición mediática, y volver a sorprender a su entorno con hechos que vayan más allá que su palique. Y, por casualidad o con la intención de crear un efecto espejo, el personaje conecta con una paradoja política tremendamente actual: la monstruosa desproporción entre el efectismo envasado al vacío de los discursos políticos y la ausencia de hechos que puedan insinuar la posibilidad de una conducta filosófica, económica y educativamente alternativa. Y cuanto más se empeñe en la autocomplacencia de la grosería demagoga y del postureo inconformista, más rigurosos, eficaces, valientes y verosímiles tendrán que ser sus actos. Y si insiste en estancarse en la autoparodia, se sumará a una banalización de la radicalidad que infantiliza el sentido de la crítica y que confunde la reflexión con la expresión de un malestar más reactivo y visceral que argumentado y racional.
Merlí podría pasar perfectamente por un líder bocazas del radicalismo asambleario más tópico