La Vanguardia

“Las paredes de las casas hoy quedan muy tristes sin cuadros”

Tengo 68 años: la vida consiste en aprender a mirar. Nací en Navalagame­lla: eran prados y fuentes de mi niñez que prefiero recordar y pintar a ver reducidos hoy a ladrillo y asfalto. Soy católico, pero mis mejores amigos son marroquíes que aún saben escuc

- LLUÍS AMIGUET

Alos tres años les pedí a los Reyes Magos un tranvía y una caja de lápices de colores. ¿Cumplieron? Cumplieron como reyes: el tranvía era de latón, un señor tranvía muy salado, y los lápices me abrieron a un mundo en el que aún vivo como pintor. ¿Cómo logra ser pintor sin ver? Porque aprendí cuando veía. En primaria tuve un maestro, don Teófilo, que me enseñó a mirar, ver y observar, que no es lo mismo, porque son los tres grados de libertad del pintor.

Veamos. Cierre los ojos ahora, como me decía don Teófilo al enseñarme a mirar. Y, ahora, ábralos.

¡Ya! Usted, antes, aun con los ojos abiertos, veía sin querer, pero ahora usted quiere estar viendo. Y ese es el primer grado de libertad de un pintor. Bien: dígame algo que le atraiga de lo que ve.

Dígame usted, mejor, qué recuerda. Aquel día al abrir los ojos, después de que don Teófilo me pidiera que los abriera, vi una mancha de color al fondo del patio: un geranio.

¿Un vulgar geranio? Era especial y se lo dije. Entonces don Teófilo añadió: ahora que lo ves, vamos a acercarnos

para mirar, que es el segundo grado de libertad.

¿Cómo era aquel geranio? Tenía una gradación del lila de los pétalos hasta casi el blanco. Entonces, me enseñó a observarlo, que es el tercer grado de libertad del pintor y luego repetimos con la textura del tronco de un olivo y las hojas: reverso y envés y sus matices.

Tiene usted una gran memoria. Sin ella ya no habría nada que pintar, porque aquello, mi pueblo, Navalagame­lla, al norte de Madrid, hoy es puro ladrillo y asfalto.

¿Qué más ve al recordarlo? Un prado con la fuente adonde me llevaba mi abuelo. Y los olivos. Era una delicia pintarlos. Al cumplir 10 años, le dije a don Teófilo que le ayudaría con el cuaderno de inspección.

¿En qué consistía? Era el que le enseñábamo­s al inspector de enseñanza y yo lo decoraba con flores y colores. También ayudaba a mi compañero de pupitre con la caligrafía: entonces era de plumilla: al principio trazo fino y, poco a poco, más grueso.

Gracias a Dios por el bolígrafo. Se equivoca usted. Se ha perdido el primor de la plumilla, el orden, el mimo al caligrafia­r cada letra... Mi compañero de pupitre, Curro, me acompañó a la escuela de Artes y Oficios de la calle Palma de Madrid cuando teníamos 11 años. Y me admitieron. Era feliz: iba al cole, a la escuela y no paraba de dibujar y era feliz.

¿Ya ganaba dinero con eso?

Aún no, pero a los 15 años don Teófilo y su señora, que no tenían hijos, me hacían unas natillas memorables con los huevos que ponían sus gallinas allí, en su huertecito, para ir tirando.

Gran incentivo.

En aquella casa me enseñaron a hablar quedo, sin chillar, porque en el pueblo todo el mundo pegaba gritos para todo siempre. Era insufrible.

Pues como ahora.

Es un error, porque cuando hablas bajito se te oye mejor, y puedes escuchar y te escuchan, y nadie se pone de los nervios. También aprendí en aquella casa a decir: “Si es tan amable”; “Muy agradecido” y “¡Qué detalle!”.

Otra asignatura importante.

Y un día don Teófilo habló con su hermano, que tenía un amigo que era medalla de oro de Bellas Artes y, tras ver mis dibujos, me recomendó para la tarjeta oficial de copista de El Prado.

¿A los 15 años?

Y pocos meses. Fernando, el jefe de copistas, me miró como a una aparición hasta que vio mi copia del Moisés salvado de las aguas y asintió.

¿Recuerda ahora aquellos maestros?

¡Durero! Puedo ver ahora aquel prodigio, Adán y Eva: ¡qué genio! Y estoy viendo ahora mismo el amarillo cadmio puro de la falda de El quitasol de Goya: ¡qué soltura en el trazo! ¡Cómo sabía hacer fácil ya no lo difícil, sino lo imposible!

Supongo que no hay mejor escuela.

El profesor de Artes y Oficios me dijo que no me podía enseñar más y preparé el ingreso en Bellas Artes. Aprobé con otros 19 entre 229 aspirantes gracias a la técnica del esfumado de aquel profesor. La mayoría había optado por un estilo más académico y suspendier­on.

¿Cuándo y por qué dejó de ver?

Sufría de retinosis pigmentari­a de un tipo especialme­nte dañino. Poco a poco dejé de ver caras para ver sombras y empecé a tropezar con la gente... Y, al final, llegó el bastón blanco.

¿Y dejó de pintar?

Tenía 40 años y un día me di cuenta de que ya no podría pintar más.

¿Qué hizo?

Estar diez años sin coger los pinceles. Pero la vida continúa y un día recordé a mi abuelo y cómo me llevaba a ver arar, la siega y la trilla, que era lo que más me gustaba. ¡Qué divertido, subirse a la trilla, arrastrada por los mulos!

Tiene cuadros magníficos de esas escenas.

Y pinté aquellos campos y cómo los araban con arado romano y una geometría impecable: recta perfecta, giro, recta... Mire mis cuadros, aquí.

Un paisaje precioso: con mucha fuerza.

Hoy ya nadie pone cuadros en las paredes, que se han quedado vacías y tristes. Es un error muy moderno impuesto por la moda minimalist­a, pero ustedes se lo pierden, porque están dejando de aprender a ver, que es una asignatura para toda la vida.

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DANI DUCH

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