Nuestro tío francés
En las grandes ciudades, eso que seguimos llamando fiesta mayor hace ya muchos años que es otra cosa. Es solo una serie de espectáculos, algunos de ellos pensados para los turistas. O sea, que ya solo en los pueblos sigue existiendo y celebrándose la fiesta mayor, que es la excusa para que muchos de sus naturales regresen unos días a ellos, a sus pueblos, para tomar el vermut en el bar donde solían reunirse antes de que la universidad, el trabajo, el máster o la beca Erasmus los dispersara para siempre. Una verdadera fiesta mayor exige, pues, un vermut a granel entre amigos y unas aceitunas con hueso compartidas con una antigua novia y acompañadas con unas patatas fritas malas. Mejor unas patatas fritas malas que unas anchoas buenas. La verdadera fiesta mayor exige, también, un poeta malo pero entusiasta de su pueblo, gigantes y cabezudos, un santo o una santa, un cura a ser posible obeso, una misa y una procesión con su banda de música. Y da igual que uno sea o no católico practicante. O hay santo o santa, misa, cura, procesión, vermut, banda de música, grallas, gigantes y cabezudos, etcétera, o no hay fiesta mayor, que es, también, canción antigua o eterna, tragos, bailes tradicionales, petardos y fuegos artificiales. De modo que lo de estos días en Barcelona es otra cosa. Es, sobre todo, propaganda política, que alcanza sus niveles más abyectos de demagogia cuando el acto festivo pretende ser solidario, didáctico, pedagógico. Cuántos crímenes, deserciones y aburrimientos se cometen o propician en nombre de la pedagogía, de la fraternidad y de la solidaridad. Y de la multiculturalidad, que no es ni multiculturalidad ni nada. O la fiesta es fiesta, es decir, despendole más o menos civilizado, o no es fiesta. En esta Barcelona de ahora mismo lo habitual es que la fiesta acabe convertida en algo muy triste, en sermón soviético. Hemos pasado, pues, del sermón soporífero eclesiástico al no menos soporífero sermón comunista de los devotos del italiano Antonio Gramsci, víctima de una enfermedad que no le permitió superar el metro y medio de altura. Si saco aquí a Antonio Gramsci es porque es el santo que cuenta con más devotos en algunos de los grupos políticos e intelectuales que nos manejan en esta Barcelona de ahora mismo. Resumiendo: aquí, en Barcelona, sólo Gràcia y Sants pueden presumir de fiesta mayor.
Lo de invitar a París a la fiesta de la Mercè es astucia muy propia de Ada Colau, es decir, astucia de político. Y quede claro que la alcaldesa de París, la gaditana Ana o Anne Hidalgo, es mujer a la que respeto. Sobre todo desde que, antes de ser alcaldesa, estuvo presente en Argelers, en un acto discreto, pero muy vivo, muy emotivo, que se celebró para homenajear a los olvidados, a nuestros olvidados. Me refiero a los españoles que, como mi padre, acabaron en el campo de concentración de Argelers. Nunca he olvidado aquel homenaje. Y tampoco he olvidado la primera vez que vi Las vacaciones del señor Hulot y, desde luego, Mi tío. Reconozco, pues, que gracias a que París es la ciudad invitada en esta fiesta de la Mercè supongo –así estaba anunciado– que se habrá podido ver en los cines Verdi el talento, el humor de Jacques Tatischeff, más conocido como Jacques Tati. Me refiero a su película Mi tío, que a algunos de mi generación nos convirtió en entusiastas sobrinos de un tío como el señor Hulot. Alto, desgarbado, magro de carnes, curioso, vestido con una gabardina corta o casi gabán holgado, luciendo corbata de lazo, manejando un paraguas, tocado con sombrero de ala corta, fumando en pipa y con unas perneras de pantalón también demasiado cortas para tanta altura, el tío Hulot, parco en palabras, porque su prodigiosa mímica no las necesitaba, nos adelantó este tiempo nuestro de plásticos, automatismos, falsos diseños, uniformidades y otras catástrofes similares. Luego, de aquel extraordinario observador nos llegó Trafic con las autopistas, los embotellamientos y las diferentes maneras de hurgar en la nariz que los conductores practican mientras dura la espera. Y también Playtime con esas puertas que se abren automáticamente y que han guillotinado en vertical a más de uno y esos edificios de cristales o espejos que reflejan los edificios próximos y que parecen querer emparedarnos aún más en la ciudad. El talento de Jacques Tati, el profeta que nos adelantó estos tiempos actuales, no mereció la generosidad de sus productores. Por eso, cuando murió, Philipe Labro escribió en Paris Match lo siguiente: “Hoy lo lloramos mucho, pero se le debía haber ayudado cuando vivía”.
Merci, Jacques Tati.