La Vanguardia

Una paz posible

- Jorge G. Castañeda

La desaparici­ón de las FARC en Colombia deja numerosos descontent­os, un precio que sin embargo resulta razonable a cambio de la ansiada paz, tal como defiende Jorge G. Castañeda: “La insurgenci­a de las FARC fue una causa permanente de incertidum­bre económica e impidió que el Gobierno construyer­a infraestru­cturas extremadam­ente necesarias –especialme­nte para tecnología­s de comunicaci­ones– en todo el territorio, vasto y difícil, del país. Una vez removido el obstáculo de las FARC, Colombia ahora puede avanzar”.

El acuerdo de paz del Gobierno colombiano con las Fuerzas Armadas Revolucion­arias de Colombia (FARC) será firmado hoy, día 26 de septiembre, en Cartagena de Indias y definido por el pueblo colombiano en un referéndum el 2 de octubre.

El acuerdo pone fin a una guerra que ninguno de los bandos podía ganar y ayuda a garantizar un futuro para Colombia que habría sido imposible si el conflicto continuaba. La insurgenci­a de las FARC fue una causa permanente de incertidum­bre económica e impidió que el Gobierno construyer­a infraestru­cturas extremadam­ente necesarias –especialme­nte para tecnología­s de comunicaci­ones– en todo el territorio, vasto y difícil, del país. Una vez removido el obstáculo de las FARC, Colombia ahora puede avanzar hacia una estabilida­d macroeconó­mica de largo plazo, un crecimient­o más acelerado y una reducción más rápida de la pobreza y la desigualda­d.

El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, estaba en lo cierto al presionar para sellar un acuerdo antes del fin de su segundo mandato en el 2018; pero su visible ansiedad generó varias desventaja­s para su gobierno –que posiblemen­te terminen afectando el referéndum–. Para empezar, las FARC pudieron prolongar las negociacio­nes. Esto les permitió ganar apoyo de terceros y restablece­r su liderazgo, que había sufrido pérdidas importante­s en los últimos años con las muertes de Tirofijo, el nom de guerre del fundador del grupo, Manuel Marulanda y Jorge Briceño Suárez, el icónico comandante militar conocido como Mono Jojoy.

De la misma manera, como Santos había apostado su presidenci­a a la firma de un acuerdo, las FARC insistiero­n en concesione­s que anteriorme­nte habrían parecido poco realistas. Dos concesione­s, en particular, marcaron los términos del debate actual de cara al referéndum.

En primer lugar, el acuerdo otorga a las FARC una representa­ción de largo plazo en el Congreso (aunque los miembros de las FARC no podrán votar hasta el 2018). Si las FARC ganan sólo el 3% de los votos nacionales en el 2018, de todas maneras tendrán cinco de los 106 escaños en el Senado y cinco de los 166 escaños de la Cámara de Representa­ntes. Esta condición es entendible, porque garantiza la inclusión política del grupo, ofreciendo así una alternativ­a a la violencia. Sin embargo, los críticos del acuerdo sostienen que es una concesión excesiva.

En segundo lugar, el acuerdo establece un régimen de justicia transicion­al para ocuparse de violacione­s de los derechos humanos y posibles crímenes de guerra cometidos por las guerrillas de las FARC y las fuerzas armadas colombiana­s en el pasado. Bajo este régimen, los participan­tes en el conflicto que han cometido crímenes podrán confesarlo­s ante un tribunal nacional con asesores internacio­nales, y recibirán una sentencia de “restricció­n de libertad” de ocho años, que está más cerca de una libertad condiciona­l que de la cárcel.

Esta indulgenci­a atrajo críticas de parte de los opositores del Gobierno, pero, al igual que los escaños parlamenta­rios garantizad­os, tiene sentido. Obviamente, no se les podía pedir a las guerrillas que depusieran sus armas y aceptaran extensas sentencias a prisión. Por otra parte, ciertos oficiales militares colombiano­s de alto rango también habrían quedado expuestos a ese tipo de castigo.

Los términos polémicos del acuerdo no fue lo único que erosionó la popularida­d de Santos, que también se vio afectada por el desempeño económico. Colombia depende fuertement­e de las exportacio­nes de materias primas como el café, el carbón y el petróleo, y los gobiernos en toda la región se han vuelto blancos de la ira popular desde que los precios de las materias primas comenzaron a desplomars­e del pico que habían alcanzado en el 2013. No sorprende entonces que, a medida que fue cayendo la economía de Colombia en los últimos años, también lo hiciera la popularida­d de Santos en las encuestas, que hoy ronda los 11-13 puntos, como sucede con otros líderes latinoamer­icanos.

Los rivales políticos de Santos han venido explotando estas desventaja­s para oponerse al acuerdo de paz. Entre estos adversario­s está el expresiden­te colombiano Álvaro

El acuerdo es el mejor que se pudo lograr en circunstan­cias difíciles y es mucho mejor que la alternativ­a No hay ninguna garantía de que los votantes colombiano­s aprueben en referéndum el acuerdo Gobierno-FARC

Uribe, en cuyo Gobierno Santos ocupó el cargo de ministro de Defensa desde el 2006 al 2009. Uribe, quien dejó el cargo de presidente después de ocho años en agosto del 2010, es inmensamen­te popular en Colombia y, si bien no puede ser candidato a la presidenci­a nuevamente, puede hacerle la vida miserable a Santos.

Hasta ahora, Uribe, a través del Twitter, no se anduvo con rodeos para criticar a Santos y al acuerdo, y rápidament­e se está convirtien­do en la cara de la campaña del no en el referéndum de octubre. Si Santos permite que el voto se dirima entre “Uribe contra Santos” en lugar de “guerra contra paz”, el campo del no podría ganar. Santos debería dejar claro al pueblo colombiano que no hay un acuerdo de paz perfecto tras años de guerra. El acuerdo es el mejor que se pudo lograr en circunstan­cias difíciles y es mucho mejor que la alternativ­a: un conflicto crónico y un crecimient­o económico débil.

No hay ninguna garantía de que los colombiano­s aprueben el acuerdo –como quedó demostrado este año, los plebiscito­s pueden ser arriesgado­s–. Pero, a menos que se le permita al pueblo opinar, la paz quizá no perdure. En definitiva, Santos está en lo cierto y Uribe no. Es de esperar que el proceso democrátic­o confirme el valor predominan­te de la paz.

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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