Las novelas de la Violencia
Los escritores colombianos apoyan la paz que se firma hoy y destacan las grandes obras que dejaron décadas de conflicto
Pueden hacer la prueba: todos los colombianos –incluso los ebrios– se saben de memoria el inicio de la novela La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera (1888-1928): “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia...”.
Esa frase lo dice todo. La Violencia –así, con mayúscula– es el gran tema de la literatura colombiana, desde que el país se independizó de España en 1819 y se enfrascó en las guerras entre liberales y conservadores. Hoy lunes, el Gobierno y las FARC, el principal grupo guerrillero, firman la paz en Cartagena de Indias y, el domingo, el pueblo aprobará o rechazará ese acuerdo en un plebiscito. Resulta pertinente, pues, preguntarse cuál es la huella que ha dejado el conflicto en los libros, qué títulos quedarán y cuál es la posición de los escritores.
El asesinato del candidato liberal a la presidencia, Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, desató, además de varias oleadas de matanzas entre los dos partidos tradicionales –300.000 muertos– una ola de novelas realistas durante los años 50. “Es una literatura muy pegada a los hechos, más testimonial que otra cosa –explica Laura Restrepo (Bogotá, 1950)–, describe torturas y masacres, con la figura predominante del bandolero, el rebelde armado liberal. Entre los conservadores, el personaje armado se llama pájaro”. “Ese realismo crudo se olvidó de contar lo más importante, qué les pasa a los que quedan vivos”, explica Sergio Álvarez (Bogotá, 1965), para quien “García Márquez se da cuenta de que hay que contar la violencia de otra forma, no como un inventario de muertos y barbaridades”.
Para Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958), “el tema de la violencia no se escoge, no es que sea un placer escribir de balas, bombas, muertos, sangre, víctimas, verdugos. Tampoco fue un gusto para los escritores franceses, ingleses o italianos escribir sobre la Segunda Guerra Mundial. Tal vez uno quisiera contar una historia de amor, de adulterio y desamor, o una trama sencilla con temas gastronómicos. Pero lo más duro se impone”.
Después de los 50, llegan nuevos actores, las guerrillas y, a partir de los 80, la mafia de la droga. El primer libro importante que habla de esa mafia es Leopardo al sol (1993) de Laura Restrepo. “Partí –cuenta ahora– de un reportaje que me tomó 11 años, sobre una mafia que empezó traficando con electrodomésticos y cigarrillos, creó la ruta Marlboro y, sobre ella montaron luego un tráfico de marihuana y más tarde de coca. Las familias iban pasando el negocio a los hijos y, a medida que avanzaba hacia la cocaína se volvió más millonario y violento”.
Para Pablo Montoya (Barranca- bermeja, 1963), el último premio Rómulo Gallegos, “de la nueva violencia generada por los múltiples ejércitos –Estado, narcotráfico, guerrilla, paramilitarismo y delincuencia común– se han publicado muchas novelas. Pero esta producción está caracterizada por la mediocridad y el inmediatismo. Sin embargo, hay momentos buenos, entre ellos La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo y Los ejércitos de Evelio Rosero”. Montoya, por su parte, se ha dedicado a “pensar en cómo podría narrarse novelísticamente esta nueva violencia”, especialmente en Los derrotados (2012) “que da cuenta de cómo naturaleza, fotografía, literatura y violencia se unen para mostrar un atroz testimonio de nuestro país fallido”.
Todos reconocen que Héctor Abad Faciolince marca un hito con El olvido que seremos (2006), la historia del asesinato de su padre, a manos de los paramilitares. “Empecé queriendo olvidar, durante muchos años –explica a La Vanguardia–. No me gustan ni la venganza ni el resentimiento. Pero también me parecía injusto que mi padre estuviera siendo olvidado, y que ni siquiera mis hijos, sus nietos, supieran casi nada de él. Después de casi veinte años les quise contar el cuento. Y como mi padre vivió su vida de un modo romántico, y muy estético, fue fácil limitarme a los hechos: a la belleza de su vida pública, que tenía una correspondencia igualmente amorosa en la vida privada. Mi única venganza ha sido que el cariño y el amor que mucha gente siente por ese médico bueno, mi padre, sea muchísimo más grande que el odio con que lo mataron sus asesinos”.
Restrepo cita a Alonso Salazar
EL MAESTRO “García Márquez se da cuenta de que hay que contar la violencia de otro modo”
HÉCTOR ABAD FACIOLINCE “Escribí sobre mi padre asesinado, mi venganza es todo el cariño hacia él que he generado”
(Pensilvania, 1960), quien, en No nacimos pa’ semilla (1990), cuenta la vida en las comunas populares de Medellín, “lugares donde no entra la fuerza pública ni los repartidores de leche. Allí, muchachitos de entre 12 y 18 años eran entrenados en las escuelas de crimen de Pablo Escobar, menores que llevaban 20 muertos a sus espaldas. De ese clásico de Salazar surge un género: la sicaresca, el sicario como pícaro brutal”.
En La virgen de los sicarios (1994), Fernando Vallejo introduce intimismo en la sicaresca a través del amor de un viejo por uno de esos muchachitos bomba. Como él, muchos autores tratarán el tema reelaborándolo desde una perspectiva más psicológica y subjetiva.
También hay literatura directamente sobre las FARC, con personajes reales mitificados, como Tirofijo. El M19 produjo su propia oleada de libros, cuya última entrega ha sido la novela póstuma de Carlos Fuentes, Aquiles o El guerrillero y el asesino, sobre Carlos Pizarro.
“Si yo hubiera nacido jugando a beisbol escribiría novelas sobre beisbolistas –cuenta Álvarez–, pero en la calle donde vivía en Bogotá, había ladrones, guerrilla, narcos...”. Para él, “una vez cae la épica de la izquierda con el Che y la decepción con Cuba, a América Latina solo le quedan la épica de la emigración y la épica del narco”.
Otros autores más jóvenes, como Juan Cárdenas (Popayán, 1978) no abordan la violencia directamente sino “cómo se refleja en otros fenómenos que aparentemente no tienen nada que ver. Por ejemplo, en qué medida el odio político se entromete en nuestra manera de entender el sexo, el cuerpo. O cuáles son los vínculos secretos entre la droga y el arte. Esas son las preguntas que me interesan”.
Una de las últimas obras sobre el tema es La forma de las ruinas, de Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), llamada por algunos “la primera novela del posconflicto”, donde vincula el asesinato del general Uribe en 1914 con el de Gaitán en 1948, encontrando parámetros comunes. “Comencé a escribirlo en 2012, al mismo tiempo que se hacían públicas las conversaciones de La Habana. El libro es inseparable de nuestra guerra, y no sólo porque el asesinato de Gaitán sea el detonante de nuestra violencia. Mi libro es una exploración de la pregunta que nos ha agobiado a todos: ¿cómo salir de la violencia? O mejor: ¿cuáles son los mecanismos que la alimentan y le permiten repetirse?”.
Todos los escritores consultados por este diario –nueve– van a a votar que sí al acuerdo. Santiago Gamboa (Bogotá, 1965), en su ensayo La guerra y la paz (2014), propone un paseo “por esas dos palabras, guerra y paz, a través de la historia, la filosofía y las religiones”. Califica el proceso como “la segunda independencia de Colombia” y, preguntado por este diario, dice que “sólo un país de enfermos, ignorantes o desquiciados votaría ‘no’. De hecho el plebiscito no debería hacerse, pues la Constitución de Colombia, en su capítulo primero, artículo 22, dice: ‘La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento’”.
JUAN CÁRDENAS “Trato cómo el odio político se entromete en nuestra manera de entender el sexo”
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ “Exploro cuáles son los mecanismos que alimentan la violencia y le permiten repetirse”