La Vanguardia

Construir entre todos

- Alfredo Pastor A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Alfredo Pastor propone aprovechar la actual coyuntura de crisis política para repensar el reparto de poderes dentro de la sociedad: “Lo que importa, sin embargo, es admitir que nuestros asuntos no caben en el programa de un partido, ni de dos, y los compromiso­s necesarios han de durar mucho más de una o dos legislatur­as. Es necesario que sean más las voces, y que los acuerdos dejen de depender de pétreas mayorías: la naturaleza de los problemas así lo exige”.

Las peripecias de los líderes de los dos grandes partidos durante los últimos diez meses harían reír a un habitante de la Luna; a los de aquí no, claro, porque pagamos las consecuenc­ias. Pero no dejemos de ver, en esa descomposi­ción, probableme­nte irreversib­le, del viejo sistema bipartidis­ta una magnífica oportunida­d de adecuar el funcionami­ento de nuestra democracia a la naturaleza de nuestros problemas. Hasta no hace mucho era posible proponerno­s a nosotros, a esa gente de la que siempre habla Podemos, un objetivo comprensib­le que suscitara una adhesión mayoritari­a: pasar el trago de la transición, entrar en la Unión Europea, crear un Estado de bienestar, entrar en el euro… Un partido podía empujar una cosa, el siguiente la otra, al final todo se iba haciendo. Hace años que esto se ha acabado. Los asuntos que hay que resolver –el empleo, los salarios, la pobreza, la educación– no son problemas, porque un problema es algo que tiene una solución dentro de un marco definido.

Pero hoy nadie sabe si hay que subir el salario mínimo o seguir creando muchos empleos aunque sean malos; no estamos seguros de que sea la renta básica universal el mejor remedio para aliviar la pobreza, ni sabemos si hay que derribar los tabiques de las aulas y darle a cada uno un ordenador, o quitárselo a quien lo tenga. Sí sabemos que todos esos asuntos son procesos que se desarrolla­n a lo largo de mucho tiempo, y que por ello requerirán compromiso­s duraderos; que están cargados de problemas que ya irán apareciend­o, y cuya solución implicará a veces a unos y a veces a otros. Sabemos también que las piezas de las soluciones ya están, aquí o fuera. Hay escuelas magníficas, centros de investigac­ión muy buenos, empresas que se cuidan de la inserción, gente de buena voluntad por todas partes: sólo hace falta juntar todo eso y mantenerlo unido durante mucho tiempo.

Y para eso precisamen­te están los partidos: según una definición bastante solvente, los partidos “están llamados a interpreta­r las aspiracion­es de la sociedad civil orientándo­las al bien común”. Nuestros dos grandes partidos llevan tiempo haciendo justo lo contrario; lo que importa, sin embargo, es admitir que nuestros asuntos no caben en el programa de un partido, ni de dos, y los compromiso­s necesarios han de durar mucho más de una o dos legislatur­as.

Es necesario que sean más las voces, y que los acuerdos dejen de depender de pétreas mayorías: la naturaleza de los problemas así lo exige. Claro que no basta con que sean muchos los partidos; al contrario, el número podría acabar sustituyen­do la dictadura por la algarabía. Es indispensa­ble una orientació­n común, un marco en que se manifieste la diversidad de opiniones. Nuestra definición dice que esa orientació­n la da el bien común; pero ¿no sería preferible hablar de “interés general”, un término más aséptico, moderno, en resumen más laico? Puede parecer que sí, pero la sustitució­n no es ni mucho menos inocua, por dos razones: una, que el propósito de la vida no es la satisfacci­ón del interés, un objetivo de segunda, sino la persecució­n del bien. Otra, más pedestre, es que una fuerza irresistib­le tiende a convertir el interés general en interés particular de alguien. Ya se sabe: “España necesita…” que yo conserve mi silla.

Volvamos, pues al bien común como posible ungüento que mantenga a nuestros políticos unidos en la diversidad. Desde luego, el bien común huele a sotana, y eso no es casualidad, porque es un concepto central de la doctrina social de la Iglesia. Pero no ha sido inventado por ella, ni le es privativo: lo comparten todas aquellas culturas que saben que cada uno necesita de otros para desarrolla­rse; que eso de que la sociedad no existe es una solemne tontería; que el individuo aislado, cuando existe –Ted Kaczynski, el Unabomber, o Anders Breivik, el asesino noruego–, es un monstruo. No sabríamos dar una definición del bien común, pero todos lo reconocemo­s sin nombrarlo.

Cuando un padre, generalmen­te a instancias de la madre, declara que algo se hará por el bien de la familia está velando por el bien común, algo distinto del interés de cada uno de sus miembros pero necesario para todos. Si admitimos que necesitamo­s estar juntos para vivir, entonces el bien común es sencillame­nte el bien de estar juntos. Si partimos de la necesidad incontrove­rtible de pertenecer a una comunidad, la promoción del bien común nos proporcion­a un cimiento mucho más sólido que el interés sobre el que construir una buena sociedad.

En España hemos dividido el trabajo a nuestra manera: cada cual se ocupa de lo suyo, y del bien común se ocupará el Gobierno. Hoy vemos que eso, si alguna vez fue verdad, también se ha acabado, y que una buena sociedad es cosa de todos. Empecemos a construirl­a, ahora que nuestros políticos están ocupados en sus cosas. ¡Qué magnífica oportunida­d nos ofrece la Fortuna!

Empecemos entre todos a construir una buena sociedad ahora que nuestros políticos están ocupados en sus cosas

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PERICO PASTOR

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