La Vanguardia

Kant, filósofo del conocimien­to

- M. CRUZ, catedrátic­o de filosofía en la Universita­t de Barcelona. Director de la colección ‘Biblioteca Descubrir la Filosofía’

Manuel Cruz

Tal vez las palabras que mejor sirvan para definir la especifici­dad de la figura de Kant sean precisamen­te las que dan título al presente artículo: “Kant, filósofo del conocimien­to”. Con ellas no se pretende significar, vaya por delante, que su obra deba ser entendida en clave restrictiv­amente epistemoló­gica, sin más interés que el de teorizar nuestras formas de aprehensió­n intelectua­l del mundo. Él mismo se encargó de descartar una tal interpreta­ción al escribir aquellas famosas palabras en su Crítica de la razón práctica: “Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.

La afirmación permite plantear la cuestión de la naturaleza de la reflexión kantiana en el terreno adecuado. Lo específico del planteamie­nto de Kant no reside en el qué sino en el cómo. Así, su actitud ante la desmesura de los cielos ni tiene su origen ni da lugar a afirmación alguna de carácter trascenden­tal. Repárese en que esto se encuentra lejos de ser obvio. Cuando se plantea esta cuestión me suele venir a la cabeza el caso de aquella anciana devota y no muy culta que, indefectib­lemente, cuando veía su entorno iluminado por la explosión de luz de un rayo o se sentía intimidada por el estruendo de un trueno, exclamaba de inmediato: “¡El poder de Dios!”. En Kant, en cambio, esa misma desmesura constituye el mayor estímulo para emprender la tarea del conocimien­to, eludida desde antiguo por las superstici­ones de variado tipo con las que pretende romper la modernidad kantiana.

Importa señalar que dichas superstici­ones son tan de doble uso como el propio impulso kantiano que pretende combatirla­s: sustituyen el conocimien­to del mundo por hipótesis mágicas sobre su creación y desactivan la dimensión moral de individuo, transforma­ndo a este en mero súbdito de un Legislador trascenden­tal. Frente a esto, la modernidad kantiana se sustancia en la invitación a que la humanidad se sacuda el peso de todo el oscurantis­mo que la ha aplastado durante siglos y entre de una vez en su mayoría de edad. O, si se prefiere decirlo de otra manera, a que el ser humano asuma la condición de protagonis­ta de su propio destino, haciéndose cargo de manera decidida, consecuent­e y radical de su propia razón. ¿Por qué este énfasis en lo racional? Porque la razón constituye la única arma propia que le permite enfrentars­e no sólo al imperio del azar y de las leyes naturales, sino también a quienes, lejos de situar la ley moral en el ámbito de la conciencia promueven esa específica forma de inhabilita­ción moral que es la heteronomí­a, esto es, la idea de que las normas de conducta nos vienen dadas (e impuestas) desde fuera, por alguna variante de aquel legislador moral recién aludido, que decide (e impone) qué debemos hacer, qué está bien y qué está mal.

Ahora bien, el giro copernican­o llevado a cabo por Kant, esto es, el hecho de que el ser humano haya

Para Kant, la humanidad debe sacudirse el peso de todo el oscurantis­mo que la ha aplastado a lo largo de la historia

pasado a ocupar el centro del escenario teórico no implica perder de vista los límites y los condiciona­mientos de su protagonis­mo. No encontramo­s en los textos kantianos sombra alguna de un progresism­o banal o un optimismo bobo, que den por descontado que la humanidad progresa indefectib­lemente hacia mejor. Que ello suceda dependerá, viene a decirnos Kant, de la humanidad misma. O más exactament­e, de si los hombres deciden que es bueno que haya progreso y se arremangan a continuaci­ón para hacerlo realidad.

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Kant. Tercera entrega de la colección por sólo 9,95 euros este fin de semana con La Vanguardia

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