Las promesas de la magia
Era la madrugada de la Navidad, a mediados de los ochenta. Los adultos ya dormían y yo estaba sola con mi regalo favorito. Un libro: Cementerio de animales de Stephen King. No pude abandonarlo hasta que salió el sol: nadie se levantaba y yo seguía inmersa en esa tensión desconocida, impregnada de miedo, las manos temblaban en el calor de la mañana de diciembre y con cada página entendía más y más, aunque sólo pude racionalizarlo mucho después. Muchísimo después, porque esa mañana acabé arrojando el libro lejos de mi, aterrorizada, como si se tratara de un insecto venenoso. Entendí que la literatura podía provocar reacciones físicas: creía que la música daba ganas de bailar, que una película podía estrangularte hasta las lágrimas, pero no sabía aún que la letra escrita podía provocar lo mismo, una sacudida física tan intensa y profunda. Con el tiempo me convertí en una voraz coleccionista de horror, sobre todo de libros pero también de películas y de leyendas urbanas. Aprendí que era un género al que llamaban “menor” aunque Henry James había escrito terror y Stevenson y Shakespeare (¿qué es Macbeth, si no?) y Ray Bradbury y Faulkner y Rulfo y las películas de David Lynch y Bergman y Polanski y Hitchcock y Kubrick. ¿Por qué el desprecio? Creo que porque el horror es popular y puede ser efectista y olvidable pero al mismo tiempo, incluso en sus versiones más ramplonas, nos pone en la cara lo vulnerable que es nuestro cuerpo, lo poco que conocemos de verdad a los demás, lo implacable de la muerte, cuánto le tememos a la soledad y a la locura, cuánto nos cuesta aceptar lo diferente, cuánto deseamos ejercer la violencia, cuánto disfrutamos del sadismo, cómo todavía creemos que hay lugares que no olvidan, presencias que permanecen, viejos dioses que despertarán. Nos contamos historias de horror desde hace miles de años. Pesadillas confortables que, dice Neil Gaiman, nos hacen sentir vivos y nos tranquilizan a pesar del corazón desbocado porque no son reales y nos arrancan de la vida predecible y nos devuelven a la infancia, cuando la oscuridad latía y los libros eran arrojados con un grito de espanto por una niña que juraba nunca nunca volver a leerlo hasta que lo leía otra vez.
A veces, sin embargo, me gustaría que alguna pesadilla fuera real. Descubrir que el piso de arriba, desde el que cada noche me llegan rumores de pasos y fiesta, está vacío. Descubrir que una de esas falsas fotografías de fantasmas y videos de apariciones es efectivamente real. ¿Por qué? No lo sé. Quizá para acariciar la piel de lo extraño, para fantasear con que hay algo después del fin, para que las promesas de la magia brillen sobre nuestro mundo triste.