El rostro venido del espacio
Lo sabe toda la profesión cinematográfica y actoral, pero nunca se menciona: la carrera de un actor está condicionada por su físico (por sus características, no necesariamente por su belleza) mucho más que por sus atributos interpretativos. El caso de Christopher Walken (Queens, Nueva York, 1943), premio honorífico de esta edición del festival de Sitges, es paradigmático en tal sentido, porque su fisonomía es tan singular pero determinante en su ya larga carrera. Hablando claro, desde su más tierna juventud, del rostro de Christopher Walken destacan dos atributos. El primero, su condición andrógina. El Walken de 34 años que protagonizó El cazador (1978) de Michael Cimino tenía un intrigante rostro de mujer que creaba una tácita tensión homoerótica con el personaje de Robert de Niro, dispuesto, después de todo, a regresar al infierno a por él. La identificación de Cimino con Walken se confirmó cuando le dio otro papel destacado en La puerta del
cielo (1980), título que a la postre sería la condenación de su director. La reciente transformación física del cineasta, de viril italoamericano primo de Rocky Balboa a doble asexuado de Yoko Ono, añade otro interrogante a ese entendimiento. Con la frente siempre despejada por un extraño y perenne desafío a la gravedad de su flequillo, el rostro de ojos almendrados y piel tensa de Walken también remite al retrato robot del alienígena fijado a partir del incidente de Roswell. La cara de Walken no es de este mundo y es difícil sustraerse a ello cuando asistimos a su interpretación de Johnny Smith personaje creado por Stephen King, en La zona muerta (1983), de David Cronenberg, o escuchando el celo extremo con el que el capitán Koons vivió con un reloj en el culo para que su hijo pudiera heredarlo, en su memorable aparición en Pulp fiction (1994). Y no digamos, el escaso esfuerzo que hubo que poner para ver en él a un arcángel maldito –versión premoderna del extraterrestre–, en Ángeles y demonios (1995), de Gregory Widen. Esa belleza incómoda, esa dulzura felina, la explotarían Tim Burton y Paul Schraeder en Batman vuelve (1992) y El placer de los extraños (1990), para crear dos tipos distintos de seductor depredador de los que provocan una indefinible incomodidad en el espectador. Esa dualidad, andrógina y marciana, lo hace justo titular del gran premio honorífico de Sitges, aunque le haya sido dada. Es, después de todo, un genuino Bowie de las pantallas.