La Vanguardia

Preparados para perdonar

Miles de familias esperan los restos de sus seres queridos y la liberación de su dolor

- ALBA TOBELLA

Tres meses después de celebrar su fiesta de los quince años, Luz Marina Rozo se alistó en las FARC. Se acostó una noche y por la mañana ya no estaba. Nunca más la volvieron a ver. Un año después, el ejército dijo que había caído en una emboscada, pero todavía hoy, tras una década y media, su cuerpo sigue desapareci­do.

También los huesos de Clara estuvieron nueve años perdidos, desde que la mataron por buscar a su hermana. “Le dijeron que si seguía escarbando la mataban a ella también”, cuenta la madre, que en diciembre recibió una cajita con lo que quedaba de su hija. Vio su cabello y sintió su presencia. Beatriz Valencia sigue sin saber qué pasó con ella, pero un acuerdo entre la guerrilla y el Gobierno en el marco de la negociació­n de paz le devolvió al menos un cuerpo con el que pasar el luto. Otras familias esperan la identifica­ción de miles de cuerpos exhumados en los últimos meses.

Lejos de buscar venganza, los más afectados esperan que los colombiano­s apoyen el acuerdo final de paz. Desean que esta etapa que se abre pueda al menos garantizar que nadie más vuelva a pasar por tanto sufrimient­o. Todo lo que espera Valencia, que siempre ha vivido en pueblos campesinos de los llanos, es saber dónde está su niña. Y que dejen de matar, de reclutar a menores, de deshacerse de cuerpos. “Ese dolor me lo voy a llevar yo a la tumba, y no soy sólo yo. Hay muchas familias destrozada­s”.

Como la de Martha Luz Amorocho, que quedó rota el 7 de febrero del 2003. Ella siempre había querido dos hijos del mismo sexo para que fueran amigos. Juan Carlos tenía 22 años. Alejandro, 20. El pequeño salió de casa para encontrars­e con su hermano para comer una hamburgues­a en el lujoso club El Nogal, en Bogotá. Pero nunca se encontraro­n. Cuando estaba entrando, 200 kilos de dinamita volaron el edificio. Él murió al instante. A Juan Carlos, que lo esperaba en la cafetería, le cayó una viga encima. Tras diez días en cuidados intensivos, lo entregaron a su familia “en estado casi de bebé” y aún tiene secuelas. “Lo del sí o no es lo de menos –asegura Amorocho–, los votos abren una puerta, pero es el trabajo que viene el que va a dar resultado. No es sólo entre el Gobierno y las FARC, es entre 48 millones de colombiano­s”. Perdonar libera total y absolutame­nte. Esta, dice, es la tarea que tiene el país. “Se llevaron a mi hijo, pero yo estoy aquí. Mi alma está aquí y soy útil a la sociedad”.

En las últimas semanas, las FARC han acelerado el reconocimi­ento de su responsabi­lidad en el conflicto. El jueves, el jefe rebelde Iván Márquez pidió perdón por la peor masacre que se les atribuye, la de Bojayá, una aldea en la zona selvática de Chocó donde en el 2002 un cohete dejó 79 muertos, 48 de ellos menores, en una iglesia. Hace unas semanas, una delegación rebelde expresó su arrepentim­iento por haber secuestrad­o y asesinado entre el 2002 y el 2007 a once diputados del valle del Cauca, una zona de fuerte presencia guerriller­a en el sur de Colombia.

Durante dos horas, nueve familiares se sentaron en La Habana cara a cara con varios líderes guerriller­os. Llorando, empezaron a reclamar, a volcar en ellos su rabia, su indignació­n, sus dudas. Cuando se agotaron, les pasaron la palabra y entonces hablaron ellos. “Tenían vergüenza de mirarnos. Nos habían escuchado con dolor y nos dijeron que nunca habían imaginado el daño que habían hecho, que por favor los perdonáram­os, que les diéramos la tranquilid­ad espiritual”.

Fabiola Perdomo vivió el 10 de septiembre el segundo peor día de su vida. Sentarse ante los responsabl­es de la muerte de su esposo, el entonces presidente de la Asamblea del Valle del Cauca, Juan Carlos Narváez, fue sólo más duro que enterarse de que lo habían matado. Habían entrado unos soldados a sacar a los políticos del Parlamento regional por un aviso de bomba. “Ya te llamo”, le dijo antes de colgar. Los militares resultaron ser guerriller­os y se los llevaron a la selva. Cinco años después, los mataron.

“Sólo queríamos saber la verdad: por qué los habían asesinado. Después de sentarse con el victimario, uno toca fondo, pero empieza a salir limpio y empieza a escribir la página del perdón”, explica. Perdomo está convencida de que esos encuentros son los que van a sacar a Colombia del rencor, porque todas las víctimas pasan por una fase en la que solo quieren venganza, pero el acercamien­to admite matices: “Los vimos cambiados, preparados para la reconcilia­ción”.

El conflicto en Colombia no es solo el enfrentami­ento entre las FARC y el ejército. También grupos paramilita­res y otras guerrillas han engrosado las cifras, que llegan ya a 260.000 muertos, 33.000 secuestrad­os, 45.000 desapareci­dos, once víctimas de minas antiperson­a, 10.000 torturados y casi siete millones de desplazado­s. Repararlos no será sólo una recompensa económica. Tanto los rebeldes como el Gobierno se comprometi­eron, mediante un sistema de justicia transicion­al y una comisión de la verdad, a una retribució­n simbólica, que aclare los hechos y garantice su no repetición.

“Después de sentarse con el victimario, uno toca fondo, pero empieza a escribir la página del perdón”

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RAÚL ARBOLEDA / AFP Urnas con los restos de algunos desapareci­dos durante la guerra en Apartado, Antioquia

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