Aquella lejana autocomplacencia
Una palabra felizmente arrinconada por el barcelonismo, autocomplacencia, reapareció ayer en Balaídos por primera vez en la era Luis Enrique. Autocomplacencia era un término que hizo fortuna en el ocaso de Frank Rijkaard como entrenador del Barça (temporada 2007-08), todo el mundo la usaba para denunciar la dejadez del grupo del holandés, atiborrado de éxito antes de tiempo y por ello en actitud fláccida ante la adversidad y sin aquel gen competitivo tan necesario para levantar trofeos. Las situaciones, obviamente, no tienen nada que ver, pero tras dos años y medio casi siempre triunfales es la primera vez que los futbolistas salen al campo sin las revoluciones exigibles. Bueno, en realidad, hilando fino, hay un precedente reciente: sucedió en Gijón durante los primeros 25 minutos de la segunda parte pero la pachorra colectiva pasó más inadvertida porque la victoria la escondió. Van por tanto dos avisos. Todavía no demasiados, pero negarlos sería contraproducente. Incluso para un equipo tan elogiable como éste.
A la calidad del equipo de Luis Enrique siempre le acompañaron las ganas, por eso su puesta en escena fue desconocida, por abúlica. Ni siquiera el empate del Madrid ante el Eibar, regalo que le daba el liderato al Barça en caso de victoria, despertó el apetito azulgrana. La coartada del partidazo del adversario tampoco puede ser utilizado como eximente, por cuanto el Celta no fue aquel conjunto arrollador y temerario de presión adelantada, sino un grupo agazapado que aguardó el error rival y como hubo tantos y tantos, pues los gallegos aceptaron la invitación gustosos para golear.
La reacción de la segunda mitad, comandada por un inmenso Piqué, respondió a una obligación más que nada moral que acabó con una remontada inacabada, de las que agravan el mal humor del aficionado culé porque evidencian que lo hecho antes de espabilar es claramente achacable a la falta de intensidad y actitud y, peor todavía, porque la estocada definitiva la perpetró Ter Stegen en una acción incomprensible que debería ser contabilizada como gol en propia puerta. En los próximos días (empezó anoche) sus compañeros le ensalzarán como lógico mecanismo de autodefensa pero que nadie se engañe: es un error garrafal, infantil y por el que se merece una reprimenda. Porque ahora que ya no está Bravo para apretarle, sólo quedan las palabras para hacérselo ver.
La puesta en escena del equipo de Luis Enrique fue desconocida por abúlica