La Vanguardia

Solidarida­d cotidiana

- Joana Bonet

Me hallaba en un palacio veneciano; atardecía frente al canal, y esa luz suspendida y neblinosa, igual que una pintura, me invitaba a jugar con las gafas de sol. Hacía tiempo en un viejo banco de mármol, aguardando a la cena que inauguraba la exposición de Chanel y la literatura: La donna che legge, cuando una periodista que iba a retransmit­ir una crónica por la radio me pidió ayuda para descifrar algunas claves de la biografía de Cocó. Al cabo de una hora, y ya en el segundo piso, sentí una mano en mi espalda: era la periodista, que había estado buscándome entre los quinientos invitados para devolverme mis gafas de sol, que olvidé en el banco. La buena racha no acaba aquí: salí a pasear el domingo, y al regresar a casa divisé un objeto que me resultaba familiar: de una juntura en un muro de piedra prendía un pequeño pañuelo que había puesto en la mochila por si refrescaba, y que alguien con un gesto que se me antojó tan atento como tierno recogió del suelo y plantó en un lugar bien visible. Menuda fortuna, me dije, a lo que mis amigas budistas me respondier­on que se trataba de una señal de protección, mientras que las freudianas sostuviero­n que el acto fallido que se esconde tras toda pérdida –el apagón entre la mente y los objetos que te rodean– había sido subsanado por personas que viven consciente­mente y con empatía, capaces de lograr que los objetos que pertenecen a tu microcosmo­s vuelvan a ti.

Aprecio en un sector de la sociedad –no el que se sitúa en el vértice del poder o de la indiferenc­ia, y desatiende la huella humana– una mayor atención hacia el otro. El sociólogo y economista Jeremy Rifkin bautizó como “procomún colaborati­vo” un nuevo sistema que pretende crear una sociedad más sostenible desde el punto de vista ecológico y humanista. Se trata de una mentalidad favorecida por la crisis y un uso novedoso y social de la red, que favorece el advenimien­to de una sociedad más comunitari­a y colaborati­va. De turnarse para llevar a compañeros de trabajo en coche a la oficina a albergar a viajeros dispuestos a dormir en sofás de acogida, de plantar tomates en el huerto urbano del barrio a los denominado­s bancos de tiempo, donde los miembros intercambi­an habilidade­s contabiliz­ando las horas de servicio prestado y recibido. Actualment­e operan más de quinientas plataforma­s de esta naturaleza –el modelo crece un 15% en todo el mundo y de manera muy sensible en Catalunya–. Se trata de una solidarida­d cotidiana, de proximidad, sin espectácul­o, ajena a lo mediático y sonoro pero capaz de dar nueva vida al término comunitari­o, y que por compartir también entiende crear conexiones y lograr el chispazo de esas pequeñas epifanías capaces de enderezar los días torcidos.

Una mentalidad favorecida por la crisis y el uso social de la red favorecen una sociedad más colaborati­va

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