La Vanguardia

Una impronta propia

SHIRLEY JAFFE (1923-2016) Pintora

- RAFA MARTÍNEZ

Durante la primera mitad del siglo XX, París atrajo a un buen número de artistas y escritores norteameri­canos. Todavía era la capital mundial del arte, y ello suponía un atractivo irresistib­le. La pintora Shirley Jaffe, fallecida el pasado 29 de septiembre a los 93 años en Louvecienn­es, llegó a la capital francesa a finales de la década de 1940 de la mano de su esposo, beneficiar­io de la ayuda que el Estado norteameri­cano otorgaba a los soldados que habían combatido durante la Segunda Guerra Mundial para poder estudiar.

Nacida en 1923 e inscrita en el registro civil como Shirley Sternstein, cursó estudios de Bellas Artes en Nueva York (Cooper Union) y Washington (Philips Art School). Tras una serie de trabajos eventuales surgió la mencionada oportunida­d de viajar a Europa.

En París conoció y frecuentó a compatriot­as como Joan Mitchell (antes de que marchara a Vetheuil, una población cercana a Giverny, tras los pasos de su admirado Claude Monet) o Sam Francis, dos artistas que, como ella, se sentían próximos al expresioni­smo abstracto.

Francis, Mitchell y su marido, el también pintor Jean-Paul Riopelle, trabajaban con el galerista Jean Fournier. Gracias a ellos, Jaffe pasó a formar parte de la galería, por aquel entonces radicada en plena avenida Kléber. Una de sus figuras más destacadas de aquel entonces, por la parte francesa, era Simon Hantaï, padre del hoy célebre clavecinis­ta Pierre Hantaï.

En un momento dado, Jaffe cambió de registro para sorpresa de su galerista y colegas. Fue tras el año que pasó en Berlín en la primera parte de la década de los 60 del siglo pasado gracias a una beca concedida por la Fundación Ford. Allí pudo conocer la música contemporá­nea de la mano de compositor­es como Iannis Xenakis o Karlheinz Stockhause­n, lo que repercutir­ía significat­ivamente en su trabajo.

A su vuelta a París, la pintora norteameri­cana había dejado de lado la pintura gestual en detrimento de una suerte de abstracció­n geométrica −con una fuerte carga de color que la aproximarí­a a la obra de Henri Matisse− muy personal, basada en la coexistenc­ia de formas a priori no cohesionad­as. Con ello creaba la tensión necesaria para que un óleo −o un gouache, otra de sus técnicas habituales− funcionase.

Más allá del aspecto formal, el cambio más importante que sufrió su modus operandi −según declaró en repetidas ocasiones− estribaba ahora en pensar su pintura, en preguntars­e por qué pintaba según unos presupuest­os y no otros.

A finales de la década de 1990, recibió el encargo para realizar unas vidrieras para la catedral de Perpiñán y el Museo de Arte Moderno de Céret le dedicó una retrospect­iva (Shirley Jaffe. Peintures 19801999). En Nueva York expuso

regularmen­te en galerías como la de Holly Solomon. En Barcelona pudo verse obra suya en el

marco de la exposición Bajo la bomba. El jazz de la guerra de imágenes transatlán­tica, 19461956, que, comisariad­a por Manuel Borja-Villel y Serge Guilbaut, tuvo lugar en el Macba en el 2007.

Entre sus exposicion­es más recientes caben destacarse dos celebradas este mismo año: la que, por un lado, le dedicó el Centre d’Art Contempora­in de Châtellera­ult; y la que, por otro, organizó su antigua galería (desde 1999 trabajaba con Nathalie Obadia) en recuerdo de su fundador. En Petits et grands tableaux en souvenir de Jean Fournier, celebrada en su actual sede de la rue du Bac, pudo verse de nuevo su obra al lado de la de sus antiguos compañeros y amigos, algunos de ellos, como Joan Mitchell, fallecidos hace largo tiempo.

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CATHERINE PANCHOUT - CORBIS / GETTY

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