La reaparición de Adelaida
Elvira Navarro suscita un polémico debate al construir una ficción que arranca con los últimos días de la carismática escritora Adelaida García Morales, autora de ‘El Sur’
Un mes antes de morir por una insuficiencia cardiaca, en el 2014, Adelaida García Morales acudió a la delegación de Igualdad de Dos Hermanas, donde residía, pidiendo cincuenta euros para poder ir en autocar a visitar a uno de sus hijos, a Madrid. ¿Qué infierno estaría viviendo cuando no había cruzado ni la frontera de los setenta años? “Andaba metida en una depresión y al cargo económico de un hijo”, escribió la socióloga Rosario Izquierdo, la primera persona que vislumbró la posibilidad de trenzar “un relato a lo Raymond Carver”. Adelaida, que escribía desde el dolor, no logró su último deseo.
Esta es una anécdota real. Y partiendo de ella Elvira Navarro (Huelva, 1978) deshila con cierta inseguridad la historia de una de las escritoras más intensas en su
fragilidad. Los últimos días de Adelaida García Morales (Penguin Random House) es la reconstrucción ficcionada del final de la vida de esta autora española, tan brillante como misteriosa. El gancho del personaje y lo que para unos son licencias literarias y para otros trampas oportunistas han desatado el debate sobre el tratamiento de esta historia.
Su imaginario parte de dos e-mails reales. Y el resto son hipótesis. “No está escrito con vocación biográfica. Yo explico lo que la lectura de sus obras me comunicó, no su vida real”, detalla Elvira Navarro. “Parece ser que Adelaida era muy introvertida, una mujer fascinada por su padre. Tenía una gran necesidad de soledad y de procurarse estados interiores de los que se alimentaba. Y claro, si tu interior está devastado...”
Adelaida García Morales (Badajoz, 1945- Sevilla 2014) creó libros míticos como El Sur (adaptado por Víctor Erice, quien fue su marido y padre de uno de sus hijos, en su película homónima) o El silencio de
las sirenas (cuyo origen fue el amor platónico que sintió por el filósofo Eugenio Trías). El silencio en el que ella se fue sumiendo resulta tan inquietante como el que protagonizó en su día Carmen Laforet.
Tras un éxito fulgurante –se la considera una de las escritoras españolas más influyentes de la segunda mitad del siglo XX– la figura de Adelaida, que ya arrastraba fama de asocial e inexpugnable, se fue apagando. No frecuentó circuito literario alguno y optó por la reclusión, una fractura real, como en sus libros.
Tras su muerte, un gran silencio; pocos medios se hicieron eco del suceso. “Eso me dolió –explica Navarro– y pensé que a veces, sobre nuestros autores, hay una gran desmemoria. Ese olvido bestial me sirvió de caso paradigmático para reflexionar sobre el patrimonio cultural”. Lástima que para ello utilizara un método poco ortodoxo, confuso.
Incluso sus fotos nos parecieron luego espectrales, cuando pasó de ser una mujer muy hermosa a una mujer que se abandonó. Como si nunca hubiera existido, más allá de los años en que se retiró a las Alpujarras con Erice o más allá del fantasma de una escritora cuyas novelas siguen leyéndose en escuelas e institutos. ¿El salón de su casa lo presidía La joven de la perla de Vermeer? Adelaida decía que no escribía para publicar y que la mujer era la reserva de la humanidad. “A los hombres les veo con pocas cosas a las que asomarse”. El éxito y la publicación de sus novelas, añadía “me dejan fría, no siento nada. Escribo desde el interior, lo que hago depende de mis estados internos, de lo que vivo y casi de lo que como”.
La novela en ningún caso es una biografía, insiste Navarro. Ciertamente, esa no es Adelaida (de ahí que alguien lo considere usurpación). “A mi me gusta mucho Víctor Erice. Supongo que yo le gusto menos, igual ahora me está odiando. Pero es importante matizar que yo he hecho ficción y que el libro es un homenaje...”. Lamenta
que haya planteado dilemas “asumo mis responsabilidades pero me gustaría que lo leyeran como invención; no me gusta nada la vertiente morbosa que algunos quieren ver en el texto”. La respuesta puede estar aquí: en su génesis, Los últimos días de Adelaida
García Morales era una narración que debía cerrar un libro de cuentos. Con toda la libertad que eso comporta. “Pero cada vez que llegaba a esa historia sentía que pesaba demasiado. Por eso el editor decidió, finalmente, publicarla por separado”.
Navarro pensó en principio en crear algo así como Tres rosas
amarillas de Raymond Carver, reconstrucción imaginaria de los últimos días de Chéjov. Pero la intensidad del material le desbordó. “De otro modo tal vez no hubiera sido tan osada, pero este texto nació para ser un relato entre relatos no como micronovela”.
Se le fue de las manos o no calculó las consecuencias. “Ingenua o cínica”, apuesta Erice.
Es así como, intencionadamente, la autora sustituye la Delegación de Igualdad –donde acudió en realidad García Morales a pedir ayuda poco antes de morir– por una, hipotética, de Cultura. “Me interesaba el conflicto, la burocracia, la concejala que sabía algo del personaje pero se veía atrapada por el cargo, su ignorancia respecto al arte...”.
Dejamos a la autora pensando en esos relatos de Lucía Berlín que la fascinan (“son maravillosos”) y esperamos que el libro, si se lee, sea en esa clave. Porque Adelaida fue otra cosa. Fue mucho más.
“Era una mujer con una gran necesidad de soledad, se procuraba estados interiores de los que se alimentaba”