De la democratización a la exclusión
La universidad española es la cuarta más cara de la Unión Europea y si a ello le sumamos uno de los peores sistemas de becas, el desastre está más que anunciado y certificado. Si alguien se creyó que la reforma del ministro Wert pretendía mejorar algo, va siendo hora de que baje de la nube; aunque es cierto que lo que eso significa para unos no es lo mismo que para otros.
Y no me refiero a que con esta reforma haya más becas o que estén ligadas o no a la nota, sino al hecho de que lo que se esconde es un empobrecimiento y una precariedad mayor de los becados por el sistema y, por lo tanto, una disminución de las oportunidades reales de los individuos. Eso sí, enmascaradas por grandes cifras y argumentos supuestamente razonables. Tenemos un sistema diseñado para excluir a la población, de hecho a una determinada, la de clase trabajadora y ahora una parte de la que todavía es considerada clase media, de la posibilidad de utilizar el sistema educativo público como un elemento de movilidad social. Partimos de la idea de que los tiempos pasados han sido mejores; y, aunque no puedo desmentirlo del todo, sí hay que tener presente que incluso antes de la crisis, y a pesar de la bandera que enarbolaron algunos gobiernos de democratización de la universidad –entendiendo por tal la igualdad de acceso entre clases sociales–, esta no era real. Los análisis de la procedencia de los estudiantes lo dejaban bien claro a pesar de la imagen general del momento, que nos mostraba más hijos de la clase trabajadora yendo a estudiar que nunca.
El panorama actual es peor todavía porque desde que se oficializó la crisis las tasas académicas no han dejado de subir, en el momento en que las familias –especialmente las que habían iniciado el cambio en las décadas anteriores– tenían, por término medio, muchos menos recursos. Esta subida, además, se ha producido en el Estado español de manera muy desigual. En Catalunya el aumento ha sido del 158%, el más alto del Estado; y en cambio en Galicia sólo del 5,1%.
La nuestra es una realidad llena de desigualdades, no queremos verlas o las despreciamos, y eso no es nuevo –cierto–, pero quizás mejor que empecemos a focalizarnos en las consecuencias, inmediatas, mediatas y a largo plazo que tendrá su crecimiento, para entender en cuáles hay que trabajar más intensamente.