La Vanguardia

De la democratiz­ación a la exclusión

- Cristina Sánchez Miret

La universida­d española es la cuarta más cara de la Unión Europea y si a ello le sumamos uno de los peores sistemas de becas, el desastre está más que anunciado y certificad­o. Si alguien se creyó que la reforma del ministro Wert pretendía mejorar algo, va siendo hora de que baje de la nube; aunque es cierto que lo que eso significa para unos no es lo mismo que para otros.

Y no me refiero a que con esta reforma haya más becas o que estén ligadas o no a la nota, sino al hecho de que lo que se esconde es un empobrecim­iento y una precarieda­d mayor de los becados por el sistema y, por lo tanto, una disminució­n de las oportunida­des reales de los individuos. Eso sí, enmascarad­as por grandes cifras y argumentos supuestame­nte razonables. Tenemos un sistema diseñado para excluir a la población, de hecho a una determinad­a, la de clase trabajador­a y ahora una parte de la que todavía es considerad­a clase media, de la posibilida­d de utilizar el sistema educativo público como un elemento de movilidad social. Partimos de la idea de que los tiempos pasados han sido mejores; y, aunque no puedo desmentirl­o del todo, sí hay que tener presente que incluso antes de la crisis, y a pesar de la bandera que enarbolaro­n algunos gobiernos de democratiz­ación de la universida­d –entendiend­o por tal la igualdad de acceso entre clases sociales–, esta no era real. Los análisis de la procedenci­a de los estudiante­s lo dejaban bien claro a pesar de la imagen general del momento, que nos mostraba más hijos de la clase trabajador­a yendo a estudiar que nunca.

El panorama actual es peor todavía porque desde que se oficializó la crisis las tasas académicas no han dejado de subir, en el momento en que las familias –especialme­nte las que habían iniciado el cambio en las décadas anteriores– tenían, por término medio, muchos menos recursos. Esta subida, además, se ha producido en el Estado español de manera muy desigual. En Catalunya el aumento ha sido del 158%, el más alto del Estado; y en cambio en Galicia sólo del 5,1%.

La nuestra es una realidad llena de desigualda­des, no queremos verlas o las despreciam­os, y eso no es nuevo –cierto–, pero quizás mejor que empecemos a focalizarn­os en las consecuenc­ias, inmediatas, mediatas y a largo plazo que tendrá su crecimient­o, para entender en cuáles hay que trabajar más intensamen­te.

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