Políticas temerarias
El quietismo político del Gobierno ante la progresión desordenada y tambaleante del proceso soberanista constituye una estrategia imprudente. Lo es porque fía un eventual fracaso del independentismo a las contradicciones en que incurren quienes lo impulsan y al efecto disuasorio de las resoluciones de los jueces y del TC. Además, la cuestión catalana planteada en los actuales términos –referéndum o referéndum– muscula un discurso político fuera de Catalunya de muy alto rendimiento para el PP, de tal manera que, en tanto en cuanto el conflicto no se desborde, pareciera que al Ejecutivo popular le conviniese electoralmente la efervescencia secesionista. En la derecha española se conoce cuáles serían las claves de una buena solución transaccional, las que acaba de plantear García-Margallo: financiación suficiente y un reconocimiento identitario de naturaleza nacional, tanto histórico como cultural.
Por eso, la tesis gubernamental, según la cual no es posible someter a negociación la soberanía nacional y el principio de igualdad, constituye una manipulación de la intención con la que, desde distintas posiciones ideológicas, se reclama una interlocución con las fuerzas independentistas, no para asumir sus tesis y transar sobre ellas, sino para ofertar otras alternativas de carácter político que, manteniendo los principios constitucionales, puedan corregir el rumbo de colisión que están marcando las posiciones actuales.
La reciente y breve pero significativa estancia del president Puigdemont en Madrid ha visualizado no sólo que la brecha entre los partidos constitucionalistas y la Generalitat se ha agrandado (enorme vacío al dirigente catalán en su desayuno-coloquio, sólo paliado por la presencia de media docena de importantes embajadores), sino también que el responsable del Govern está enfrascado en lograr el apoyo del populismo de Podemos, en su versión catalana y en la española, aquella representada por Colau y esta por Iglesias.
Las insuficiencias del independentismo acreditadas en el “proceso participativo” del 9-N del 2014 (sólo el 37% del censo acudió a las urnas) y el fracaso plebiscitario de las elecciones del 27-S del 2015, además de la dependencia de la legislatura de los humores radicales de la CUP, proyectan una imagen frágil del proceso soberanista y sugieren que no es ni social ni políticamente sostenible. Tratar de apuntalarlo con el supuesto apoyo de los morados en Catalunya y en el resto de España desplaza la aspiración separatista de la centralidad y la transforma en algo bien distinto a la idea motriz que lo inspiró en su momento.
La temeridad del quietismo gubernamental se corresponde así con la también imprudente hiperactividad de la Generalitat. El Ejecutivo supone que el independentismo se quedará sin combustible en un plazo relativamente corto, mientras que las fuerzas que lo apoyan responden a esa hipótesis con un enroque en sus posiciones cada vez más radical. Lo que seguramente ocurrirá es que, en plazo breve, se producirá una reformulación del proceso en coincidencia con el desplome electoral del PDECat y la convergencia, difícil pero posible, de ERC con la izquierda de Colau, amparada por Podemos. Un escenario que –aunque parezca lo contrario– sería para el Estado y el Gobierno tanto o más complicado que el actual.
En estas circunstancias, las hipótesis de trabajo son dos. La primera consiste en que la minoría del previsible Gobierno del PP en esta XII legislatura obligue a Rajoy a diseñar una oferta de reacomodo de Catalunya al estilo de la esbozada por el ministro de Exteriores, o que persista el quietismo y los comportamientos del independentismo sigan la actual senda de radicalización (desacato al TC) con el cortejo judicial correspondiente y la situación desemboque en el supuesto previsto en el artículo 155 de la Constitución.
Invocar la aplicación de la cláusula de coerción constitucional debería suponer un conjuro lo suficientemente eficaz como para disuadir a los unos y a los otros de seguir instalados en la temeridad. Pero ni por esas. El 155 de la Constitución sería para no pocos estrategas del insuficiente independentismo catalán una tabla de salvación porque endosaría su fracaso al Estado y para el Gobierno que solicitase al Senado su aplicación representaría la expresión de la máxima firmeza en la defensa de la soberanía nacional. Un simétrico maximalismo de consecuencias muy graves. La única esperanza que cabe albergar para descartar una mayor conflictividad es que ambas partes reparen en que son cada vez más débiles. El PP ha perdido la mayoría absoluta y tendrá que gobernar con 137 escuálidos escaños. El independentismo no suma ni agregando un factor tan impropio como es el populismo de izquierdas. En la legalidad, pero hay que negociar.
La derecha sabe las claves de un arreglo transaccional: García-Margallo las ha esbozado