La Vanguardia

Socios pero no amigos

- Ramon Suñé

Se cumplen cinco meses de la entrada del PSC en el gobierno de Ada Colau, tiempo suficiente para confirmar lo que ya intuíamos desde un principio: la alianza entre comunes y socialista­s en el Ayuntamien­to de Barcelona se fundamenta más en un pacto tácito de no agresión (un entre bomberos no nos pisemos la manguera) y de reparto de parcelas de responsabi­lidad y proyección mediática que no en una confluenci­a ideológica y de programas. En este tiempo de cohabitaci­ón, de aceptación mutua de unos compañeros de viaje de los que nunca acabarás de fiarte y a los que siempre mirarás con cierto desdén, los dos socios han evitado la discusión, al menos en público, sin que ello signifique en absoluto que estén de acuerdo en todo. Por más grupos de coordinaci­ón e interdepar­tamentales que se constituya­n, el funcionami­ento del actual gobierno de Barcelona recuerda mucho aquella distribuci­ón en compartime­ntos estancos de los tripartito­s local y catalán de tiempos pretéritos. Además, el simple hecho de que todavía no haya llegado el momento de la toma de decisiones sobre la mayoría de cuestiones realmente importante­s –el plan de alojamient­os turísticos y la conexión del tranvía, por ejemplo– ha allanado el camino en estos primeros meses de pacto de gobierno y quizás haya trasladado a la opinión pública una imagen equívoca de cohesión interna.

La cuestión de los símbolos, los nombres y las revisiones de determinad­os episodios de la historia, a la que BComú ha concedido en este primer año y medio de mandato de Ada Colau una relevancia fuera de lo común, es la prueba más evidente de que la relación entre los comunes y el PSC se mueve alrededor de unas arenas movedizas que los socialista­s tratan de sortear a toda costa. En parte de manera voluntaria y premeditad­a, en parte empujados por las circunstan­cias ambientale­s, se han convertido en una especie de guardianes de lo que muchos barcelones­es consideran que vale la pena conservar del sistema en un gobierno municipal que juega a ser antisistem­a, muchas veces, todo hay que decirlo, de manera más cosmética que esencial. Entre los socios que el PSC aceptó en su arriesgada apuesta –quizás la única posible– por la superviven­cia en Barcelona, hay mujeres y hombres que por las noches deben soñar que militan en la CUP y que hacen la revolución castigando a banqueros, hoteleros y empresario­s grandes, medianos y pequeños. Unos socios de gobierno que deciden que la biografía del franquista Juan Antonio Samaranch termina en 1980 y que, por ello, se avienen al capricho de los enfants terribles de la política catalana de borrar la huella del personaje que hizo posible que Barcelona albergara unos Juegos Olímpicos de una escultura exhibida en un rincón de la casa consistori­al y de la que nadie se acordaba. ¿Y qué hace el PSC? De momento, no darse por aludido y confiar en que después de toda tormenta siempre llega la calma. Veremos hasta cuándo las discrepanc­ias, pactadas o no, se quedan intramuros.

La alianza entre comunes y socialista­s en Barcelona se sostiene por un pacto tácito de no agresión

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