La Vanguardia

Terrazas

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El pasado jueves, 13 de octubre, Luis Bassat publicó en este diario un artículo que titulaba “Cómo han de ser las terrazas de Barcelona”. Escrito interesant­e en el que se mezcla la sensibilid­ad de un barcelonés de pura cepa, amante de las artes –la arquitectu­ra y el diseño en este caso– y su fino, finísimo olfato ante lo que nadie le niega: la publicidad. “No se vende más un producto porque la marca se repite 500 veces. Los productos se venden cuando nos sentimos cercanos a ellos y a sus marcas, no cuando nos sentimos invadidos por ellos”, concluye en su artículo Bassat, para quien Barcelona podría ser, debería ser, “la gran terraza de Europa”. Una ciudad en cuyas terrazas “la calidad y la publicidad han de ir de la mano y en armonía con el espacio donde se ubican”.

Modestamen­te, y después de haber escrito cerca de treinta o cuarenta o más artículos sobre las terrazas de nuestra ciudad, sobre el precio que cobran por un whisky en unas y otras y cómo lo sirven; sobre su respectiva­s parroquias y su ubicación, sobre los ruidos y la invasión de turismo que padecen, no me veo en la posibilida­d de decirles a ciencia cierta cómo van a ser las terrazas de Barcelona en un futuro. Y mucho menos con un interlocut­or municipal como el actual, aunque reconozco que el jaleo arranca con el alcalde Trias.

Pero sí puedo contarles, por enésima vez, cómo eran las terrazas en la Barcelona de cuando yo era niño, mozo y empezaba a ganarme la vida (“argent de poche”, no nos hagamos ilusiones) en la editorial Noguer. Allí escribía, entre otras cosas, la solapa del best seller El espía que surgió del frío. Hablo del paseo de Gràcia. Allí iba yo de niño, con mi madre, al cine Publi y, terminada la sesión, me regalaba con un chocolate suizo en el Salón Rosa, en cuya terraza mi madre solía conversar con un célebre escritor y colaborado­r de este diario. El caballero cada tarde se tomaba allí su café y su coñac –¿Un carajillo, se decía carajillo en el Salón Rosa?– mientras escribía, con papel y pluma –una Montblanc, si no me equivoco–, el artículo que al día siguiente aparecería en las páginas de Opinión de La Vanguardia.

Ya más mayorcito, con 16 o 17 años, solía ir a Casa Gimeno a comprar tabaco de pipa irlandés para mi Peterson y luego, creyéndome un pequeño Rusiñol o simplement­e un Sagarreta, cruzaba el paseo y me iba a la marquesina de La Puñalada a tomarme un Picon (todavía los había). Mi paseo de Gràusted cia era y es el del Salón Rosa, La Puñalada, el Términus, el Milán, el Navarra. Y, cruzada la Gran Via, el Rigat y, al lado, la terraza de los militares. Y al otro lado de la plaza, la Luna, donde íbamos los teatreros, y donde, cerquita, todavía nos queda el Zurich. El paseo de Gràcia eran terrazas donde íbamos a tomar algo después del cine, o a comprar un jersey en Gonzalo Comella o un sombrero en Tusell y Camprodón. A encargar una chaqueta en Santa Eulalia (aún existe) o al Dique Flotante. O a comprarnos una corbata en Bel (¡también existe! y allí encargo yo mis camisas). O a probarnos unos pantalones a Pellicer, a Gales, o a Furest (todavía existe). O a comprar aquel libro en Jaimes (hoy en València, 318), o en la Librería Francesa, o en Leteradura o en el Drugstore… Y la mona en Prats-Fatjó, y ver aquella peli en el Fantasio o en el Savoy…

Señor Bassat, aquel paseo de Gràcia ya no existe. Existe otro: el de los turistas, el de la Pedrera, de la casa Batlló, de los hoteles de 5 estrellas, de Prada, de Dior, de Chanel… Es probable, señor Bassat, que mañana, o pasado mañana, vuelvan las terrazas al paseo de Gràcia, a la Diagonal –¿se acuerda usted de Parellada?– o donde a más le plazca. Pero, créame, no serán lo que eran porque en el paseo de Gràcia –y mucho me temo que en la Diagonal esté a punto de ocurrir otro tanto– ya no habita nadie. De mis cuatro amigos del colegio que vivían en el paseo de Gràcia, ya no queda ninguno: se fueron a Pedralbes, a Sant Cugat, a la Costa Brava... Puede que vuelva a haber terrazas en nuestra Barcelona, pero, entiéndame usted, ya no serán las nuestras.

Yo soy hijo de París, y allí, en mi barrio de Saint-Germain-des-Prés, todavía siguen en pie el Flore y el Deux Magots, donde iba con mis padres a tomar mi naranjada –roja, sangrienta, argelina– en el agosto de 1947. Y, hoy, cuando regreso a esas terrazas, al atardecer, con mi tercer o cuarto whisky, rodeado de tiendas de moda para guiris asiáticos con mucha pasta, lo mismo que aquí, me fijo en la casa de enfrente y veo como poquito a poco se encienden las luces de las habitacion­es. Es gente que ve la tele, o se prepara algo para cenar, o se dispone a faire l’amour. Gente que mañana, al salir de casa, camino del trabajo o donde sea, irá, o no, a tomar un café o a saber qué al Flore o al Deux Magots. Dígame, señor Luis Bassat, ¿quién vive hoy en el paseo de Gràcia?

P.S. ¡Bob Dylan, premio Nobel de Literatura! Para mí llega tarde. Creo que se lo tenían que haber dado a Mark Twain por Las aventuras de Huckleberr­y Finn o a Cole Porter, un poquito después. Admito que el chico se lo merece porque nos enseñó a luchar contra la injusticia. Pero desde que le vi cantar, prácticame­nte arrodillad­o, frente a Juan Pablo II, me dije que, posats a fer ,ya se lo podían haber dado a Charles Trenet.

Aquel paseo de Gràcia ya no existe; existe el de los turistas, el de la Pedrera, de los hoteles de 5 estrellas, de Prada, Dior, Chanel

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MANU LOZANO Una panorámica del paseo de Gràcia desde la azotea de la Pedrera

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