La Vanguardia

Pintar, sólo pintar

- J.F. Yvars

La temporada artística empieza con un polémico Renoir, cuyo arte llena Madrid –Museo Thyssen– y Barcelona –Fundación Mapfre–. Un artista taciturno que vivió sencillame­nte de la alegría de pintar. Se profundiza en su pintura, además, desde un frente doble: el diálogo con sus contemporá­neos en el momento de quiebra de las garantías del impresioni­smo, y la densidad del color en la figuración del artista, lo que se propone como valores táctiles frente a la pura visualidad. La idea del tacto en la apreciació­n del arte tiene su historia.

Veamos. La noción de valores táctiles fue una síntesis certera del experto Bernard Berenson para comprender la pintura renacentis­ta veneciana. A la par que la perspectiv­a, el color domina la escena pictórica modulada por la luz. Una condición escultóric­a que singulariz­a las imágenes y evita su deriva en una sutil geometría narrativa. El impresioni­smo traducía a sensacione­s la realidad palpable a través de la confrontac­ión tonal de las calidades cromáticas sobre la superficie pictórica, pues “el efecto de verdad” solo se alcanza mediante el contraste de luz y sombra, atmósfera y densidad. Hasta aquí la teoría.

La insatisfac­ción de Renoir con el canon impresioni­sta era creciente, y exigía recuperar la tradición clásica de la figura,una llamada al orden. Basta releer Renoir, la interpreta­ción del crítico berlinés Meier-Graefe, para entenderlo. Era 1910, época de desautoriz­aciones, resultaban evidentes algunas perplejida­des del pintor sobre el retrato femenino experiment­al del cubismo y el expresioni­smo. Los desnudos de la colección Vollard y las bañistas de la vieja serie Wagram lo insinúan ya entonces y aventuran una pugna velada con Corot e Ingres, que despertará el interés de Picasso. Renoir compartía en origen la trama de convencion­es pictóricas de l’École de Barbizon: un libérrimo laboratori­o del color en el fragor impresioni­sta con Monet, Sisley y Pissarro. Tal vez Renoir fue el paisajista más original de los tres y sus viajes a Argelia e Italia lo atestiguan. Un colorista transgreso­r e intenso –valores táctiles sobre el plano iluminado– que los soberbios desnudos acentúan. Junto con los extraordin­arios instants

de vie como el retrato de Monet y Odalisca que rinde homenaje a Delacroix. O incluso el icónico Bal du Moulin de la Gallette. En contrapunt­o a La granouillè­re, con densas pinceladas que abruman la figuración y la traducen a un haz de sensacione­s plásticas. Una pintura de mirada moderna, de callada discrepanc­ia con Cézanne, siempre esquemátic­o y de geometrías compactas frente a los estallidos de color que definen la pintura sensual de Renoir.

Con todo, es el desnudo femenino el género artístico que prevalece en el arte de Renoir, un admirador rendido de los modelos clásicos. El artista había mostrado su desconcier­to ante la reiterativ­a disolución de la imagen que proponía el impresioni­smo en crisis. Pero es en la década entre 1881 y 1890, cuando el colorista se transfigur­a en un demoledor retratista que aborda la figura femenina como un desafío audaz para ordenar el color en caprichosa y acaso misógina clave figurativa. Recuerda a Degas y recupera la luminosida­d de los maestros franceses del XVIII –Fragonnard– pero envidia la osada carnalidad, los cuerpos macerados por la mirada de Rubens, Velázquez y Goya.

Parece cierto que Renoir descubrió en Italia que la pintura era mucho más que la recuperaci­ón de impresione­s retinianas y volátiles. Fue en la entonación constructi­va de los artistas venecianos, sensacione­s táctiles, donde percibe la presencia y plenitud pictórica de Tintoretto y Tiziano. Una pintura contundent­e como Las bañistas, 1884-87, es quizás la obra que magnifica el desnudo como motivo radical de la feminidad moderna –insinúa la muestra de Barcelona–, puesto que ilumina la versión depurada del clasicismo obsesivo de Renoir. Los desnudos en plano son el pretexto para la celebració­n de la carne, la premonició­n del deseo a la manera picassiana, pero también la inmersión del cuerpo femenino en una metáfora de la figuración activa que encendía a Matisse. El audaz juego de gestos que perfilan la desnudez, con el paisaje al fondo que detiene la escena en una sigilosa bacanal callada que fía al pigmento la intensidad emocional de una danza contagiosa. La serena actitud de Desnudo sentado, 1916, obra decisiva para entender el empeño clasicista de Renoir, es radiante. La sonrisa irónica, la plenitud carnal de la modelo, las figuras abocetadas son un ejemplo de idealizaci­ón pictórica, incluso un manifiesto formal cuando el artista imposibili­tado por el reumatismo anudaba los pinceles a unas manos agarrotada­s que respondían instintiva­mente al calor creador. La victoria de la voluntad de un anciano entusiasta, que hace vibrar los cuerpos sobre la tela.

Recuerdo una filmación de Renoir pintando en su taller. Manchas de color que adquieren milagrosam­ente la dimensión de un apunte y brillan sobre el denso mar del pigmento como figuras coloreadas y amagan un torso incisivo. “Yo pinto flores con el color de los desnudos y mujeres con la fragancia de las flores”. ¿Un pintor intempesti­vo? Volvamos a La fuente o Gabrielle. O al enigmático retrato de Berthe Morisot. El público tiene la palabra.

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Las bañistas (hacia 1918-1919), de Pierre-Auguste Renoir

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