El regreso del subversivo
Los regresos de Pep Guardiola al Camp Nou se asocian menos con la nostalgia que con la consideración que mereció su Barça, el equipo que sirve como unidad de medida universal en el fútbol de las tres últimas décadas. No hay muchos de esa clase, el Honved en los años cincuenta, la selección brasileña en el Mundial de México 70, el Ajax de Cruyff y quizá el Milán de Sacchi. Más importantes que sus éxitos fue el legado que dejaron. Cambiaron el fútbol, lo mejoraron y dejaron una huella imperecedera.
Todos ellos se caracterizaron por su heterodoxia. Atacaron sin pudor las convenciones existentes y establecieron una nueva mirada sobre el juego. Eran subversivos, que es la condición básica de los inolvidables, en el fútbol y en la vida. El Barça de Guardiola pertenece sin duda a esa pequeña estirpe de equipos trascendentales, capaces de marcar una divisoria feliz.
No se juega igual ahora que antes de aquel Barça impecable. Era un reloj ofensivo y defensivo –todas las temporadas fue el menos goleado en la Liga española–, caracterizado por otra peculiar virtud de los equipos de época: la capacidad para exprimir el talento de sus estrellas sin perjudicar el trazo colectivo del equipo. Al contrario, Puskas, Di Stéfano, Pelé y Cruyff fascinaron por su destreza para redondear a sus equipos, sin perder ni un milímetro de su liderazgo individual. Lo mismo se puede decir de Messi en el Barcelona.
Guardiola, autor de aquella maravillosa máquina de precisión, siempre vivirá con esa etiqueta, tantas veces utilizada para estigmatizarle. En el mejor de los casos, ha servido para comparar a sus posteriores equipos, el Bayern durante tres años y el Manchester City ahora, con su primorosa edición del Barça. No importa los éxitos que obtenga, será una batalla perdida. No podrá competir contra su propio mito, una condena que se antoja angustiosa. Tiene un enorme mérito Guardiola al aceptar ahora ese combate desigual contra el pasado.
Desde su salida del Barça, Guardiola ha asistido a un proceso más perturbador que las simples comparaciones. Se le ha desacreditado desde diversas trincheras, algunas ocupadas por el gremio de entrenadores. El brasileño Vanderlei Luxemburgo ha sido el último de una larga lista. Ha tirado de estadística para minimizar su trayectoria en el Bayern, un ataque que lejos de dañar a Guardiola revela su verdadera importancia, la del subversivo que cuestiona muchos de los modelos habituales del fútbol.
Por raro que parezca, no es extraño el rechazo que Guardiola produce en algunos sectores del barcelonismo, el adscrito a las viejas ortodoxias del poder. Lo mismo ha sucedido en el Bayern, donde la vieja guardia le ha visto con sospecha. Hay un amplio universo de detractores que cuestiona a Guardiola porque subvierte el orden establecido en lo estrictamente futbolístico y en las relaciones de poder.
Florentino Pérez atisbó con rapidez la importancia de Guardiola, no tanto porque ganara mucho, sino por la manera de ganar. El Real Madrid, que había impuesto el star system como modelo prioritario de su modelo, se vio superado por un equipo que vendió la idea contraria, la del juego como motor de fascinación. En la lucha entre el poder del mercado y el estricto valor del juego, venció el fútbol, con una repercusión apabullante en el mundo.
Aunque todavía hoy el Barça disfruta de aquella enorme victoria contracultural, las viejas estructuras de poder en el club se remueven contra Guardiola, como lo hicieron contra Cruyff, dos heterodoxos que han devuelto el centro de gravedad del fútbol al juego, a los jugadores y a los aficionados, que el miércoles, frente al Manchester City, no deberían olvidar el Barça que construyó para ellos el entrenador que algunos quieren denigrar.
No se juega igual ahora que antes de aquel Barça impecable de Pep Guardiola