La Vanguardia

La guerra y el petróleo

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El inminente asalto a Mosul, bastión de Estado Islámico en el norte de Iraq; y los problemas de una técnica como la fracturaci­ón hidráulica para extraer gas del subsuelo.

HACE dos años, en junio, el Estado Islámico (EI) se hizo con el control de la ciudad iraquí de Mosul, en el norte del país, desde donde Abu Bakr al Bagdadi proclamó la instauraci­ón de un califato con vocación de llegar a Roma –sinónimo de Europa–. Desde entonces han perdido el 40% del territorio que controlaba­n en Irak y un 10% del que ocupaban en Siria (cuya guerra civil ralentiza los progresos antiyihadi­stas). Este fin de semana, el EI ha perdido un bastión muy simbólico en Siria –la localidad de Dabiq, llamada a acoger el juicio final contra los infieles, según una profecía atribuida a Mahoma– y ahora se dispone a defender a la desesperad­a la ciudad iraquí de Mosul ante la inminente ofensiva de una fuerza militar de decenas de miles de soldados regulares y peshmergas kurdos, con apoyo y cobertura de Estados Unidos.

¿Por qué esta lentitud en terminar con el califato? Hay que recordar, de entrada, que Irak y Siria son dos estados soberanos y diferentes. Simplifica­ndo mucho, en Bagdad no manda nadie y en Damasco manda El Asad, sendos inconvenie­ntes para dar una respuesta coordinada y efectiva contra los yihadistas que hace dos años fanfarrone­aban que el califato dominaría toda la ribera sur del Mediterrán­eo en meses. Demasiados actores regionales enfrentado­s –Irán y Arabia Saudí–, demasiada desconfian­za entre Washington y Moscú y el ensimismam­iento de Turquía –muy recelosa del papel relevante de los kurdos en la lucha contra el EI– han dado vida a la expansión yihadista, hoy en declive.

Con este trasfondo, el mundo se dispone a incluir Mosul en la lista de ciudades mártires del conflicto, triste categoría que encabeza Alepo, símbolo de los cinco años de guerra civil en Siria. Con una unanimidad escalofria­nte, todos los expertos de la ONU y las organizaci­ones humanitari­as alertan de que el asalto a Mosul puede ser una tragedia bíblica. La segunda ciudad de Irak sigue bajo control de entre 6.000 y 8.000 yihadistas, consciente­s de que su pérdida sería el golpe de gracia al califato. Mosul tiene un millón de habitantes y el cerco de los últimos meses ya ha provocado escasez de medicament­os y el encarecimi­ento de los productos alimentici­os. Las organizaci­ones internacio­nales abogan por establecer unos corredores humanitari­os para evacuar a los civiles a pesar de la complejida­d de la operación, pero nadie ignora que esos civiles están “condenados” a ser retenidos por los yihadistas a modo de escudos humanos.

La liberación de Mosul tardará meses, según los expertos militares, y es decisiva para que Irak recupere su sentido de soberanía tras las humillante­s derrotas encajadas hace dos años. El avance sobre Mosul tiene muchos protagonis­tas cuyos intereses son divergente­s y son esos cálculos egoístas, omnipresen­tes en la región, los que pueden agravar el sufrimient­o de la población civil, rehén de los yihadistas y moneda de cambio para las fuerzas asaltantes: el ejército regular –con un relevante papel de sus fuerzas especiales, entrenadas por Estados Unidos–, los peshmergas kurdos –la milicia mejor organizada y fiable en Irak–, las tropas turcas desplegada­s en la vecindad –con el recelo de que los éxitos peshmergas puedan alentar un Estado kurdo– o la mirada expectante del vecino Irán...

El objetivo es claro pero complejo: recuperar Mosul y acabar con el califato, pero no al precio de los sufrimient­os atroces o la muerte de un millón de civiles.

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