El juego de las diferencias
Nacidos con ocho meses de diferencia y más amigos que compañeros tras compartir cinco años en el vestuario del Barça, Luis Enrique y Pep Guardiola miden mañana sus fuerzas como entrenadores por segunda vez en sus respectivas carreras tras la eliminatoria Barça-Bayern de hace dos temporadas, saldada a favor del asturiano.
De personalidades muy complejas, ambos han alcanzado el éxito en el banquillo a través de fórmulas distintas. Algunos (los seguidores más dogmáticos del guardiolismo) acusan a Luis Enrique de haberlo hecho sirviéndose de un manual irreverente, alejado del estilo de posesiones largas que sublimó Pep, y fruncen el ceño como lo hacen los puristas del flamenco cuando detectan aparato eléctrico al lado de palmas y guitarra española, pero esas críticas, habituales en los medios, no han creado una corriente de opinión de calado entre el aficionado del Camp Nou, que siempre fue a su bola y tiene a Luis Enrique en alta consideración. Co- mo a Guardiola, por cierto. Se puede querer a dos mujeres a la vez y no estar loco, Machín dixit.
Debatir sobre la forma y el trayecto elegidos para levantar trofeos puede parecer pijo o superfluo, pero es en realidad enriquecedor y apasionante, y eso sucede en el Barça. Afirmar que Luis Enrique ha traicionado el libro de estilo del Barça es tan mentiroso como asegurar que ahora se juega igual que con el Barça de Guardiola. Hay una transformación evidente hacia un fútbol en que se ha perdido estética por el camino. La cuestión que hay que resolver es si esa renuncia era indis-
pensable para seguir avanzando.
Luis Enrique y Guardiola no han engañado nunca. Sus equipos juegan con fidelidad al recuerdo que dejaron como futbolistas. No hay aquí caso Jémez, primero central riguroso y después entrenador pelotero. De Luis Enrique, aún hoy, cuesta decir de qué jugaba exactamente. Hizo de la capacidad de sorpresa su modus vivendi, ya fuera como lateral, interior o punta. ¿Cómo marcar a un tipo que no sabes por dónde aparece? Anárquico deliberado, para arrancarle un pase horizontal debía mediar amenaza, así que su mentalidad fue siempre la de atacar, a poder ser por la vía rápida, ahorrando efectismos para dañar al rival. La distancia más corta entre dos puntos es la línea recta.
El juego de Guardiola fue siempre geométrico y seguramente no es casual la obsesión por los números que tenía Johan Cruyff, su gran mentor, revelada en su reciente autobiografía. Todos los movimientos del de Santpedor parecían guiados por un matemático desde las alturas, con especial devoción por todo tipo de triángulos para combinar. Su puesto siempre fue el mismo: un 4 distribuidor que hacía de bisagra entre la defensa y el ataque imprimiendo al balón velocidad, anchura de campo y limpieza.
Guardiola deja un sello en sus equipos inconfundible. Es un revolucionario, sí, pero que aplica su plan con ortodoxia. Puede tirar algún contragolpe, pero la esencia de su obra reside en avanzar pasándose el balón las veces que haga falta hasta hallar el objetivo. Su grupo recorre el campo en bloque acompañando la pelota. Luis Enrique es más flexible; de hecho, ahora mismo aspira a que a su equipo sea irreconocible de tan reversible, con el objeto de desorientar al adversario, así que domina más maneras de jugar, incluida la de la posesión, aunque sin el perfeccionamiento alcanzado por su amigo.
¿Son idénticos en algo? Pues sí. Bunkerizan el vestuario enfermizamente, hasta el punto de amenazar a quienes trabajan con ellos si sospechan que hay filtraciones a la prensa. Controlan la dieta de sus futbolistas con ayuda científica. Son minuciosos. Y, por encima de todo, son dos grandes líderes.