El dilema endemoniado
Lluís Foix analiza la situación política: “Los socialistas pueden investir a Rajoy con una abstención vergonzante de una docena de diputados o precipitar unas terceras elecciones en un año con el riesgo de perder más escaños y más votos situando al histórico PSOE más alejado todavía del Partido Popular. El partido anda lógicamente dividido y, en cualquier caso, el electorado no le va a premiar si las enemistades radicales entre barones y viejas glorias siguen abiertas y sometidas al gran público”.
La teoría del mal menor se ha instalado en la política española, que devora a quienes se atreven a ir contra corriente haciendo valer sus convicciones, que por ser de difícil cumplimiento descabalgan a sus promotores. Pedro Sánchez tenía un punto de orgullo al proclamar el no rotundo a una investidura de Mariano Rajoy. La militancia le seguía, pero sus colegas del comité federal le obligaron a abandonar su cargo saliendo por el garaje tras un día de amargas tensiones en las que los partidarios del mal menor no aceptaban la primacía ideológica sin contar con los votos necesarios.
Los socialistas pueden investir a Rajoy con una abstención vergonzante de una docena de diputados o precipitar unas terceras elecciones en un año con el riesgo de perder más escaños y más votos situando al histórico PSOE más alejado todavía del Partido Popular. El partido anda lógicamente dividido y, en cualquier caso, el electorado no le va a premiar si las enemistades radicales entre barones y viejas glorias siguen abiertas y sometidas al gran público.
Es un error cargar toda la responsabilidad en un partido que ha gobernado más tiempo que ningún otro en los últimos cuarenta años. Los focos de la inestabilidad se centran en los socialistas y sus crisis internas sin reparar en que el Partido Popular de Rajoy no ha querido bajar al terreno de las negociaciones y los pactos serios con ninguna otra formación.
Las revelaciones de Francisco Correa en la apertura del juicio oral del caso Gürtel no pueden quitarse de en medio. Constituyen un freno para la complicidad de los socialistas en la investidura y son una vergüenza para el Partido Popular, que no sabe cómo salir al paso de las evidencias que el corrupto confeso va vomitando ante el tribunal con una tranquilidad asombrosa.
Un país que ha tenido un personaje viviendo en la sede de Génova en los tiempos de José María Aznar –son palabras del propio Correa– necesita un barrido a fondo y entrar en quirófano para destirpar el mal causado por la corrupción, que movía los millones como si fueran calderilla.
Nada humilla más que la pobreza y no hay pobreza que humille más que la que se padece en medio de gente inclinada al enriquecimiento rápido en un ambiente de jolgorio de fortunas y gratificaciones fabulosas construidas de la noche a la mañana, sin escrúpulos y en una estructura corrupta aceptada como algo normal.
Es difícil medir los grados de corrupción y más complicado todavía pretender que se trata de una plaga que sólo afecta a los otros o cuya responsabilidad es únicamente de los que mandan. Erradicar la corrupción, mucho más que la formación de gobierno, es una prioridad. Hay que reconocer que la justicia actúa, tarde y con pocos medios, pero actúa. La justicia en estado puro no existe en ninguna parte. Pero ver que el partido del Gobierno en funciones es juzgado y retransmitido en directo por televisión en los momentos en que su imagen no puede ser más ensuciada por los abusos y corruptelas de hace pocos años es reconfortante. El poder ejecutivo siempre intenta actuar sobre el judicial y los jueces de causas relacionadas con la política podrían avergonzarse y avergonzarnos de casos en los que esta presión ha dado resultados. En todo caso, hay que reconocer que muchos poderosos del ámbito político o civil han tenido que responder de sus delitos ante los tribunales. Proclamar abiertamente que la justicia española, así en general, está sometida al poder político me parece una exageración.
Se da la paradoja, además, de que el caso Gürtel y las revelaciones escandalosas que ha hecho Francisco Correa afecten más a la atribulada gestora de la calle Ferraz, con Javier Fernández a la cabeza, que al partido que hizo rodar los millones de forma fraudulenta y desenfrenada. Desviar la atención insinuando que se trata de cuestiones de la era Aznar o que los hechos ya son muy antiguos me parece una respuesta irresponsable.
Nadie puede presumir de anteponer los intereses del país a los de su propio partido. Pero es hora de hacer un esfuerzo para buscar la solución del desconcertante mal menor y no marear más al personal con unas terceras elecciones.
No hay que repudiar las armonías porque la sociedad en la que vivimos no es sino un gran contenido de armonías, de matices, de cesiones y de reivindicaciones. Las armonías personales y colectivas abarcan los gestos y las actitudes, los miedos y los orgullos heridos.
Para abandonar la calle sin salida en la que se encuentra la política española y también la catalana es preciso hacer un borrado general, volver a empezar, respetar las ideas de los otros y recuperar el espíritu realista, que suele hacer posible lo que parecía del todo imposible. El sistema está gastado, hace aguas y crea tensiones que malgastan muchas energías.
El próximo gobierno, tanto el que pueda salir in extremis a final de mes como el que venga tras otras elecciones, no puede actuar solo. Será necesario el concurso de todos los partidos, agentes sociales, sociedad civil y ciudadanos para construir una alternativa que asegure la convivencia política y la cívica. Así no vamos a ninguna parte.
Las divisiones en la cúpula socialista son un síntoma más de la intransigencia radical que recorre la vida política