El minuto de silencio
In memoriam, la obra de Lluís Pasqual que se puede ver en el Teatre Lliure, con imágenes proyectadas de Franc Aleu, músicos en el escenario y seis jóvenes actores de la Kompanyia Lliure, hace revivir los sentimientos y las experiencias de un grupo de chicos que participan en la batalla del Ebro, formando parte de la
quinta del biberón. Es una obra sobre los vivos y especialmente sobre los muertos, con la intensidad de una puesta en escena que te hace sentir como estos chicos sacrificados inútilmente: tenían el enemigo delante, pero también lo tenían detrás. Como a la crueldad de los adversarios se añadía la de los dirigentes propios, decididos a imponer una ley del pánico para que aquellos chicos obedecieran y aceptaran estar en la primera línea de frente, ante un enemigo superior, contra el que ya prácticamente no quedaban fuerzas para enfrentarse. Se trata de una revisión fundamental en la manera de abordar la guerra civil, porque se hace a partir de cuestionar los principios de la propaganda heroica y los límites del sacrificio.
En un momento de la obra, uno de los actores pide un minuto de silencio en memoria de aquella generación de republicanos. El público se levanta y lo mantiene: es sólo una interrupción, que rompe momentáneamente el flujo de la ficción, que luego retoma su hilo. Pero durante ese minuto de quietud, pasa algo esencial: ¿qué pensará cada uno en este tiempo de silencio? Puedo describir lo que me pasó a mí: recordé las veces, pocas, en que mi padre me explicó como recordaba con terror la huida de Flix a causa de los bombardeos de los fascistas, durante los días que se explicitan en el obra, como habían atravesado con toda la familia el Ebro, como habían subido hacia el norte, con la vista puesta en La Jonquera y en Francia. Me lo había explicado, sí, pero yo no lo había visualizado de manera tan intensa como durante ese minuto durante el cual pude interiorizar un drama que ya no era sólo un hecho colectivo, sino la suma de las dudas y los terrores íntimos de aquellos que se ven transportados a una guerra en la que ya no son dueños de su destino.
Comprobé que otros espectadores de esta obra habían sentido sensaciones similares: comprender íntimamente, emocionalmente, un drama que siempre es difícil de ser transferido. Y esta emoción es particular, es interna, no parte de sentir sólo lo que los actores interpretan (que es la base de la mayor parte del cine melodramático), sino de cómo esta vivencia de la ficción real resulta reveladora, produce una especie de descubrimiento de tipo edípico. De cómo provoca conocimiento, el que resulta cuando una comunidad se confronta a una trama del pasado que no ha sido resuelta, de la que no se ha asumido aún su reparación. Y este descubrimiento colectivo es esencial para seguir avanzando, una práctica muy poco elaborada aún entre nosotros en comparación a otras sociedades que abordan decididamente su pasado traumático. El papel de los artistas es justamente saber encontrar la manera de confrontarnos a ese tipo de experiencias sobre la memoria y sobre el futuro. Y la obra del Lliure es una de las piezas maestras de este desvelamiento.
Durante ese minuto de quietud, pasa algo esencial: ¿qué pensará cada uno en este tiempo de silencio?