“La última y mejor esperanza”
La guerra de las galaxias se estrenó en 1977, al final de una década horrible para Estados Unidos, derrotado en Vietnam, enfrentado a la URSS, dividido en unas guerras culturales que, de alguna manera, todavía perduran. Parecía como si la ciudadanía hubiera olvidado los principios fundamentales de la república, aquel país que Thomas Jefferson había calificado como “la mejor esperanza del mundo” y que años después, Abraham Lincoln, su sucesor en la presidencia, dirigiéndose al Congreso en 1862, en lo más profundo de la guerra civil, refiriéndose a la necesidad de emancipar a los esclavos y salvar la democracia, es decir, de reinventar la república de arriba a abajo, dijo que aquella era “la última y mejor esperanza de la tierra”.
Desde siempre EE.UU. ha considerado que tiene la obligación moral de mantener al mundo en su sitio. Este destino manifiesto le ha permitido expandir sus fronteras y su influencia, desarrollando a la perfección el principio diplomático de Sun Tzu, el arte de estar en todas partes sin estar en ninguna.
Luke Skywalker, aquel joven y sencillo granjero rescatado de un planeta olvidado para convertirse en un héroe mítico, desencadenó una revolución patriótica. Devolvió el optimismo a una sociedad herida y, tres años después, en 1980, cuando se estrenó la segunda película de la saga, Ronald Reagan, el optimista actor de Hollywood, ganó la presidencia prometiendo que el bien volvería a triunfar sobre el mal. El muro de Berlín cayó en 1989 y la URSS dejó de existir en 1991. Todo el mundo quería vivir el sueño americano.
Hoy EE.UU. vuelve a ser un país echado en el diván del psicoanalista, con una depresión de caballo, fruto de las derrotas militares que se han sucedido desde el 11 de septiembre del 2001, de la crisis económica, la desigualdad social y la amenaza terrorista.
Donald Trump, el aspirante a la Casa Blanca por el mismo partido de Reagan y Lincoln, promete “hacer a América grande de nuevo” pero con una receta tan radical que el mundo, hoy cogido con alfileres, puede saltar por los aires. El magnate parece un guerrero estoico, con una sola verdad y un único objetivo. Todo vale, incluso minar la propia democracia, para obtener lo mejor para EE.UU. Del presidente ruso, por ejemplo, valora su deriva autoritaria. De la Unión Europea desprecia sus laberínticas políticas de consenso.
Hillary Clinton es todo lo contrario, una epicúrea sin verdades absolutas, convencida de que el mundo no lo puedes transformar, que todo a lo que puedes aspirar, y eso si no cometes errores y te rodeas de aliados, es a controlarlo un poco. Cuando era una senadora en el comité de Defensa y también cuando sirvió como secretaria de Estado, fue una posibilista. Las grandes transformaciones no son consecuencia tanto de las revoluciones como de los pequeños cambios cotidianos, como pactar con China una reducción de la contaminación, acordar con Cuba una nueva relación política, convencer a Irán de que abandone su programa nuclear.
En diciembre del 2017 se estrenará el episodio VIII de La guerra
de las galaxias. Regresará Luke Skywalker con un papel destacado y millones de estadounidenses aplaudirán a rabiar porque 40 años después todavía creen que es “la última y mejor esperanza”.
Hillary Clinton considera que EE.UU. puede hacer más para acabar con guerras como la de Siria, pero por suerte también sabe que la diplomacia, además de dura, es un trabajo enorme, de abejas y hormigas. Donald Trump, por el contrario, ya ha encargado un par de sables de luz.
EE.UU. mantendrá, pase lo que pase hoy, la ‘obligación moral’ de mantener al mundo en su sitio