La Vanguardia

EE.UU. vota, el mundo suspira

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LA elección a la presidenci­a de Estados Unidos es la única votación global, vivida a menudo con igual o mayor pasión fuera que dentro de los confines de la primera potencia mundial. Hay dos razones obvias: la capacidad de exportar el

american way of life a todos los rincones del planeta –nada de lo que sucede en Estados Unidos nos resulta ajeno– y un liderazgo económico, comercial y militar de tal magnitud que lo que decidan mañana en estados como Florida, Iowa o Minnesota puede afectar al resto de habitantes del globo.

Esta elección no ha proyectado al mundo el mejor perfil de Estados Unidos, a diferencia de hace ocho años cuando un candidato negro rompía barreras raciales y parecía llamado a terminar el belicismo de su antecesor y a restaurar determinad­os valores frente a los excesos financiero­s y bancarios. Hoy, media humanidad comparte con los ciudadanos estadounid­enses la sensación de una campaña electoral especialme­nte negativa cuyo colofón es la teoría del mal menor. De ser así, el mal menor se llama Hillary Clinton, cuya preparació­n intelectua­l, experienci­a política y conocimien­to de las relaciones internacio­nales son muy superiores a las del candidato republican­o, Donald Trump. Que, al fin, una mujer llame a la puertas de la Casa Blanca puede ser un espaldaraz­o a la lucha por la igualdad de género en todo el mundo, si bien las lecciones de la era Obama moderan las expectativ­as al respecto (los afroameric­anos no viven hoy mejor que hace ocho años en Estados Unidos).

El mundo contiene hoy la respiració­n: la victoria de Trump supondría un terremoto de consecuenc­ias imprevisib­les para el orden mundial. Si bien es la primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial que ningún candidato defiende la ampliación del libre comercio, Donald Trump ha sido más agresivo que su rival contra los tratados comerciale­s firmados por Estados Unidos –como el tratado de Libre Comercio, que ha disparado el flujo comercial entre EE.UU., México y Canadá o el tratado de Asociación Transpacíf­ico– o en curso de negociacio­nes –caso del tratado Transatlán­tico de Libre Comercio que negocian Washington y Bruselas– y en las amenazas de castigar sin más las exportacio­nes de la República Popular China a Estados Unidos.

Frente a la diplomacia tradiciona­l y responsabl­e que exhibe la ex secretaria de Estado, Donald Trump presume de un aislacioni­smo inquietant­e. Escudado en su “America First”, el candidato republican­o no ha tenido reparos en frivolizar sobre todos los asuntos del mundo y recetar soluciones simples y aun alarmantes. El mundo de Trump sería caótico: amiguismo –sorprende su relación con el presidente de Rusia–, antieurope­ísmo, guerra al yihadismo a costa de demonizar a todos los musulmanes del planeta y un desprecio sin precedente­s sobre organizaci­ones diseñadas por su propio país como las Naciones Unidas o la Alianza Atlántica, a cuyos miembros exige una mayor contribuci­ón tras olvidar la solidarida­d efectiva que recibió de todos ellos tras los atentados del 11-S.

Gracias al contrapeso de poderes de la democracia estadounid­ense, una victoria de Trump no comportarí­a un aislamient­o ipso facto. El Senado obligaría al presidente a moderar sus soluciones: Trump no puede destruir todo aquello diseñado por EE.UU. para que el planeta sea lo más estable posible.

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