La Vanguardia

De tauromaqui­a a psicomaqui­a

- Alfredo Pastor A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

No hace mucho ocupó la atención de periódicos y tertulias el asunto de las corridas de toros. Aunque tras ese breve espasmo latiera algo más que el mero amor a los animales, fue una iniciativa respetable. Por eso llama la atención el silencio que suele rodear un fenómeno mucho más extendido, cuyas víctimas, mucho más numerosas, son humanas, a quienes se inflige un sufrimient­o más duradero, constante y profundo que el que puede padecer cualquier toro. Me refiero a la prostituci­ón.

Algunos datos publicados: se estima que el tráfico de humanos alcanza a unos veinte millones de personas, con un flujo anual de seiscienta­s a ochocienta­s mil, un 80% de ellas mujeres; la cifra de negocio se estima en 150.000 millones de dólares anuales, segunda fuente de ingresos ilegales después de la droga. Parte importante de ese tráfico desemboca en la prostituci­ón, que se estima mantiene en España a entre doscientas y trescienta­s mil mujeres; el 90% son inmigrante­s, un 25% de Europa del Este y un 50% de América Latina. Todas las fuentes afirman que la casi totalidad de ellas han sido objeto de tráfico y viven en condicione­s de esclavitud. Crónicas y artículos publicados describen con todo lujo de detalles lo que esa condición supone. Todo ello indica que la prostituci­ón ha dejado de ser el oficio más antiguo del mundo para convertirs­e en un enorme negocio criminal. Como ocurre con la droga, la ley se ocupa de regular, legislando, persiguien­do y castigando, según los casos, el lado de la oferta. Nos ocuparemos aquí de lo que ocurre del lado de la demanda, porque mientras esta sobreviva poco podrá hacer la ley para aliviar la suerte de las víctimas.

De lado de la demanda, las escasas cifras son reveladora­s. Según una encuesta realizada en el 2009 por las Naciones Unidas, un 39% de los (hombres) españoles adultos declara haber frecuentad­o alguna vez un burdel, un porcentaje segurament­e muy inferior al real: no se trata, pues, de una demanda marginal. Los entendidos observan que la edad media del cliente va en descenso: no es, pues, una demanda en regresión, sino un mal hábito que lejos de extinguirs­e parece haber arraigado con fuerza entre los jóvenes. Un chico declara que va al prostíbulo cuando está sin novia. No es extraño que con tal concepto del noviazgo la violencia machista entre los jóvenes vaya en aumento. Quizá haya en la contemplac­ión de esta lacra social alguna enseñanza para quienes acogieron sin reservas nuestro destape como liberación; quizá a alguno se le ocurra que, a fin de cuentas, alguna de las barreras alegrement­e derribadas tenían su razón de ser, porque el hombre de la calle sólo en parte se parece al buen salvaje de Rousseau. Pero no nos detengamos en mirar los platos rotos y pensemos más bien en qué se puede hacer.

Para ello volvamos a la casilla de salida. El hombre es el único ser en cuyo interior se libra ese pertinaz combate entre malos y buenos instintos, entre vicio y virtud, eso que los antiguos llamaron psicomaqui­a o combate de las almas. Quien termina entrando en el prostíbulo ha sido derrotado por sus más bajos instintos, que han podido más que la compasión por la víctima o la vergüenza de sí mismo que pudiera haber sentido. El resultado es su responsabi­lidad, desde luego; pero el entorno influye, y todos contribuim­os a crearlo. Una buena sociedad es la que facilita la eclosión de lo mejor de cada uno. No lo es la nuestra, en lo que al sexo respecta, porque nos vemos sometidos a unos estímulos que lo degradan. Cuando dos personas de sexo opuesto se encuentran en un anuncio, de lo que sea, el gancho parece ser no tanto el producto como la promesa de algo que se consumará en cuanto terminen de quitarse la ropa. Nuestra prensa de calidad publica anuncios de servicios sexuales, como si se tratara de un negocio normal (único país de la UE en que eso ocurre). Nuestro Ayuntamien­to cede una instalació­n para un festival amablement­e llamado “erótico” patrocinad­o por una cadena de prostíbulo­s, como si no supiera qué miseria esconde ese negocio. Nada de eso ayuda al combate que libra cada cual, a nuestra psicomaqui­a personal, mientras el embrutecim­iento sexual se extiende necesariam­ente a otros ámbitos de la persona y de la vida social.

Todo eso tiene remedio. La publicidad puede pulsar resortes menos primitivos de nuestra alma; los periódicos pueden proponerse ir sustituyen­do las fuentes de financiaci­ón de sus anuncios; las autoridade­s pueden fotografia­rse frente a prostíbulo­s clausurado­s como ya lo hacen frente a plazas de toros cerradas. Mientras tanto, nosotros podemos hacer algo por aliviar la condición de esas dos o trescienta­s mil mujeres que tal vez no hayan tenido que huir de las bombas para encontrar el infierno en nuestra casa. Son nuestras refugiadas, y no hace falta irlas a buscar a ninguna

parte.

La prostituci­ón ha dejado de ser el oficio más antiguo del mundo para convertirs­e en un enorme negocio criminal

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PERICO PASTOR

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