De tauromaquia a psicomaquia
No hace mucho ocupó la atención de periódicos y tertulias el asunto de las corridas de toros. Aunque tras ese breve espasmo latiera algo más que el mero amor a los animales, fue una iniciativa respetable. Por eso llama la atención el silencio que suele rodear un fenómeno mucho más extendido, cuyas víctimas, mucho más numerosas, son humanas, a quienes se inflige un sufrimiento más duradero, constante y profundo que el que puede padecer cualquier toro. Me refiero a la prostitución.
Algunos datos publicados: se estima que el tráfico de humanos alcanza a unos veinte millones de personas, con un flujo anual de seiscientas a ochocientas mil, un 80% de ellas mujeres; la cifra de negocio se estima en 150.000 millones de dólares anuales, segunda fuente de ingresos ilegales después de la droga. Parte importante de ese tráfico desemboca en la prostitución, que se estima mantiene en España a entre doscientas y trescientas mil mujeres; el 90% son inmigrantes, un 25% de Europa del Este y un 50% de América Latina. Todas las fuentes afirman que la casi totalidad de ellas han sido objeto de tráfico y viven en condiciones de esclavitud. Crónicas y artículos publicados describen con todo lujo de detalles lo que esa condición supone. Todo ello indica que la prostitución ha dejado de ser el oficio más antiguo del mundo para convertirse en un enorme negocio criminal. Como ocurre con la droga, la ley se ocupa de regular, legislando, persiguiendo y castigando, según los casos, el lado de la oferta. Nos ocuparemos aquí de lo que ocurre del lado de la demanda, porque mientras esta sobreviva poco podrá hacer la ley para aliviar la suerte de las víctimas.
De lado de la demanda, las escasas cifras son reveladoras. Según una encuesta realizada en el 2009 por las Naciones Unidas, un 39% de los (hombres) españoles adultos declara haber frecuentado alguna vez un burdel, un porcentaje seguramente muy inferior al real: no se trata, pues, de una demanda marginal. Los entendidos observan que la edad media del cliente va en descenso: no es, pues, una demanda en regresión, sino un mal hábito que lejos de extinguirse parece haber arraigado con fuerza entre los jóvenes. Un chico declara que va al prostíbulo cuando está sin novia. No es extraño que con tal concepto del noviazgo la violencia machista entre los jóvenes vaya en aumento. Quizá haya en la contemplación de esta lacra social alguna enseñanza para quienes acogieron sin reservas nuestro destape como liberación; quizá a alguno se le ocurra que, a fin de cuentas, alguna de las barreras alegremente derribadas tenían su razón de ser, porque el hombre de la calle sólo en parte se parece al buen salvaje de Rousseau. Pero no nos detengamos en mirar los platos rotos y pensemos más bien en qué se puede hacer.
Para ello volvamos a la casilla de salida. El hombre es el único ser en cuyo interior se libra ese pertinaz combate entre malos y buenos instintos, entre vicio y virtud, eso que los antiguos llamaron psicomaquia o combate de las almas. Quien termina entrando en el prostíbulo ha sido derrotado por sus más bajos instintos, que han podido más que la compasión por la víctima o la vergüenza de sí mismo que pudiera haber sentido. El resultado es su responsabilidad, desde luego; pero el entorno influye, y todos contribuimos a crearlo. Una buena sociedad es la que facilita la eclosión de lo mejor de cada uno. No lo es la nuestra, en lo que al sexo respecta, porque nos vemos sometidos a unos estímulos que lo degradan. Cuando dos personas de sexo opuesto se encuentran en un anuncio, de lo que sea, el gancho parece ser no tanto el producto como la promesa de algo que se consumará en cuanto terminen de quitarse la ropa. Nuestra prensa de calidad publica anuncios de servicios sexuales, como si se tratara de un negocio normal (único país de la UE en que eso ocurre). Nuestro Ayuntamiento cede una instalación para un festival amablemente llamado “erótico” patrocinado por una cadena de prostíbulos, como si no supiera qué miseria esconde ese negocio. Nada de eso ayuda al combate que libra cada cual, a nuestra psicomaquia personal, mientras el embrutecimiento sexual se extiende necesariamente a otros ámbitos de la persona y de la vida social.
Todo eso tiene remedio. La publicidad puede pulsar resortes menos primitivos de nuestra alma; los periódicos pueden proponerse ir sustituyendo las fuentes de financiación de sus anuncios; las autoridades pueden fotografiarse frente a prostíbulos clausurados como ya lo hacen frente a plazas de toros cerradas. Mientras tanto, nosotros podemos hacer algo por aliviar la condición de esas dos o trescientas mil mujeres que tal vez no hayan tenido que huir de las bombas para encontrar el infierno en nuestra casa. Son nuestras refugiadas, y no hace falta irlas a buscar a ninguna
parte.
La prostitución ha dejado de ser el oficio más antiguo del mundo para convertirse en un enorme negocio criminal