La Vanguardia

Hazme el favor, hijo

- Sergio Heredia

Cada mañana, el padre despertaba al pequeño con un beso de buenos días. Le servía el desayuno en la cocina y se lo llevaba al colegio en coche. El niño tenía once años. Aquellos eran momentos necesariam­ente íntimos.

El padre conducía con delicadeza. Ignoraba el móvil, que de vez en cuando lanzaba avisos. Entraba un mensaje. O se perdía una llamada. El hombre mantenía la mirada fija hacia delante. Jamás se molestaba si los otros conducían despacio. Dejaba paso en los cruces. Aprovechab­a el trayecto para ir educando al pequeño. Le decía: –Las cosas se tienen que hacer bien. No hagas enfadar a tu madre ni a la profesora. Respeta a tus compañeros. Obedece. Comparte los juegos, pasa la pelota cuando juegues al fútbol. No te jactes cuando ganas ni protestes cuando pierdes. No pisotees ni te dejes pisotear. Intenta ser una buena persona, hazme el favor...

Cada domingo iban al fútbol. Entonces cogían el metro. En el vagón, la letanía seguía. –¿Sabes, hijo? El metro apenas contamina ni congestion­a el tráfico. Debemos preservar el medio ambiente. Dejar el coche en el parking es mejor para todos los ciudadanos. Hay que pensar en los demás. Eso le decía. Nada más cruzar el punto de control al estadio, el padre le calaba al chaval la gorra y la bufanda del equipo, y luego se volvía hacia el campo. Esperaba.

Cuando el árbitro daba el pitido inicial, el rostro del hombre se mudaba. Ahora estaba congestion­ado, de muy malas pulgas. Empezaba a vocear al colegiado: –¡No tienes ni pajolera idea! ¿Te han dado el carnet en una tómbola? ¿Acaso

“¡No tienes ni pajolera idea! ¿Te han dado el carnet en una tómbola? ¿Acaso estás ciego, desgraciad­o?”

estás ciego, desgraciad­o? ¡Ha sido falta, inútil!

Aplaudía a quienes también protestaba­n. Aplaudía a quienes tiraban botellas a los jugadores rivales. En una ocasión, un radical lanzó la cabeza de un cochinillo. No le pareció ni bien ni mal. Seguía voceando al árbitro y a los jugadores rivales. A veces, incluso insultaba a uno de los suyos. Como cuando el delantero centro, un patán, había fallado aquel penalti. El niño no abría la boca. Al acabar el partido, ambos se quitaban la gorra y la bufanda y salían tan tranquilos, rumbo al metro. No hablaban de nada.

A veces, el padre se marchaba enfurruñad­o. Ocurría cuando su equipo había perdido.

Antes de acostarse, el padre le recordaba al niño que debía cepillarse los dientes: –La higiene, ante todo. La mañana siguiente, el padre despertaba al pequeño con un beso de buenos días. Le servía el desayuno en la cocina y se lo llevaba al colegio en coche.

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POR LA ESCUADRA

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