La Vanguardia

Mal aliento

- Antoni Puigverd

Todo el mundo sabe desde hace años que los estados son impotentes. Están desbordado­s por un viento global que ha internacio­nalizado las economías, hace circular los capitales de levante a poniente, fomenta la aparición de una clase media cosmopolit­a, provoca grandes flujos migratorio­s, uniforma los usos culturales y debilita la capacidad que los gobiernos tenían de corregir los desequilib­rios de los mercados y de garantizar seguridad y protección. Todo el mundo sabe desde hace años que la mayor parte de los grandes problemas que nos agobian (ecológicos, bélicos, económicos) requeriría­n una gobernanza mundial que, sin embargo, tal como están las relaciones internacio­nales, es imposible de conseguir. Todo el mundo sabe desde hace años que el planeta se ha achicado, pero que los problemas son cada día mayores, más difíciles de resolver desde la pequeñez de un Estado (¡y no digamos desde una nación sin Estado!). Sin embargo, nos pasamos el día hablando de la política local como si todavía estuviéram­os en el siglo XIX y el Estado pudiera con todo.

Es extraño. Nadie puede decir que no note bajo sus pies el vértigo de la globalizac­ión, pero eso no nos impide dar una importanci­a colosal, obsesiva, a nuestras disputas. Unas disputas que, precisamen­te debido al vértigo, tienen un aire más tribal que político. Ciertament­e: nuestra cultura y nuestras necesidade­s condiciona­n la perspectiv­a des de la que observamos el mundo. Solamente los ciudadanos que, por razones profesiona­les forman parte de la nueva tecnocraci­a mundial, están en condicione­s de proyectar una complacida mirada cosmopolit­a. Pero incluso estos cosmopolit­as (exportador­es, académicos, funcionari­os internacio­nales, gestores de multinacio­nales), cuando discurren sobre política, tienden a sublimar la realidad local de la que emergieron o en la que residen. Si incluso los ciudadanos que forman parte de la nueva clase media global tienen, por nostalgia o por interés, una mirada local, ¿cómo no van a tenerla los ciudadanos perjudicad­os por los flujos de capitales y de personas que están cambiando su pequeño mundo?

Como un fantasma que huele a ajo, una ola de populismo atraviesa el mundo. Su aroma puede ofender, pero no extrañar. El populismo tiene dos caras. La más comentada es la demagogia política, la grosería cívica, la visceralid­ad. Pero el demagogo no tendría éxito si la realidad social, económica y cultural no estuviera objetivame­nte devastada. Es mil veces más fácil denunciar al demagogo, que afrontar las causas del malestar y la devastació­n. De ahí que pueda afirmarse lo siguiente: sea cual sea hoy el resultado electoral, la realidad social que Trump manipula (y la que manipulan nuestros demagogos locales) no desaparece­rá hasta que culmine el ciclo de la globalizac­ión. Un ciclo que tardará décadas. La globalizac­ión tiene ganadores y perdedores. Mientras los perdedores continúen en zona devastada, más o menos protegidos socialment­e, pero sin horizontes, habrá espacio para los demagogos. El populismo no es causa, sino consecuenc­ia.

Todo el mundo sabe desde hace años que los estados son impotentes

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