Los efectos de una victoria
DONALD Trump, candidato republicano, tomará posesión como cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos el 20 de enero del 2017. El magnate inmobiliario y propietario de casinos, que labró su celebridad mediática presentando un reality show en la cadena televisiva NBC, derrotó en las elecciones del martes a la candidata demócrata, Hillary Clinton. Fue una derrota inesperada, pero clara, contundente e inapelable. Y fue una victoria que Trump construyó en una campaña desabrida, preñada de demagogia, durante la cual ofendió grosera y reiteradamente a los hispanos, a las mujeres, a los musulmanes, a los discapacitados, al establishment en general e incluso a los héroes de guerra.
Una campaña que ha contribuido a dividir más a EE.UU. y que ha abierto una crisis inédita en el seno del Partido Republicano; pero en la que, al tiempo, Trump supo seducir al elector descontento, baqueteado por la crisis, que se siente abandonado por el sistema, que mira desconfiado a las élites de la Administración y de la política, y que está dispuesto a creer, acaso desorientado ante el bajo horizonte, que las anunciadas medidas proteccionistas aliviarán sus penas. O a creer que un candidato populista que llegará a la Casa Blanca con 70 años –el mayor de toda la historia–, sin experiencia como gobernador o congresista, ni en el orbe militar, es la persona más facultada para reparar su situación.
Cualquier elección presidencial de EE.UU. tiene efectos allende sus fronteras. Y esta tendrá probablemente más. Trump siempre se presentó como un outsider en la escena política, y siempre fue muy crítico con ella. Su triunfo tendrá, pues, consecuencias en la vida de Estados Unidos. También sobre las relaciones de este país con el mundo y, en particular, con Europa. Quizás no sean consecuencias tan graves como las que permitiría intuir su agresiva campaña: las complejidades de la realidad atemperarán en parte sus ímpetus. Ayer, tras conocer su victoria, hizo ya unas declaraciones más templadas, en las que expresaba su deseo de ser el presidente de todos los norteamericanos. Pero esas consecuencias serán importantes y pueden propiciar una nueva etapa en EE.UU. y en todo el planeta.
Los efectos para EE.UU. de la elección de Trump, atendiendo a sus promesas electorales, se manifestarán en varias líneas. El millonario ha garantizado la mayor rebaja de impuestos desde Ronald Reagan, que de entrada afectaría positivamente a las clases medias y bajas, a las grandes fortunas y a las empresas. A la vez, ha anunciado grandes planes en infraestructuras, lo que bien podría engrosar la deuda pública.
El nuevo presidente ha asegurado también que crearía 25 millones de empleos en diez años. En parte, evitando la deslocalización de puestos de trabajo en dirección a otros países. Y, en parte, implementando una política restrictiva en el campo de la inmigración. En los albores de su campaña, Trump habló ya de deportar hasta a once millones de inmigrantes indocumentados, una cifra que luego fue reduciendo. También habló de construir un muro de más de un millar de kilómetros para frenar los flujos de trabajadores que ingresan en EE.UU. procedentes de Latinoamérica. Y enunció, de paso, su deseo de bloquear la entrada de musulmanes a Estados Unidos.
En términos sociales, Trump ha expresado su voluntad de desmantelar la reforma sanitaria
–Obamacare– impulsada por el actual presidente. También de obstaculizar los movimientos legales para controlar mejor la tenencia de armas en manos privadas. Y de extremar las políticas de seguridad, dando más recursos y atribuciones a la policía, un cuerpo muy criticado tras sucesivos incidentes que han culminado con la muerte de ciudadanos negros por disparos de agentes.
Dado el blindaje de sus mayorías en el Congreso y en el Senado que las elecciones del martes brindan a los republicanos, la materialización de los mencionados cambios legales puede ser relativamente fácil. Sobre todo, si el nuevo presidente consigue reforzar las posiciones conservadoras en el Tribunal Supremo, cuando este proceda a cubrir una vacante y a relevar a sus miembros en edad de jubilación. Los EE.UU. que surgirían de esta serie de reformas, y de otras, no serían más solidarios ni socialmente más avanzados que los que deja el presidente Obama. Se caracterizarían por un neoliberalismo extremo y por un exacerbado proteccionismo de los intereses nacionales.
Por todo lo dicho, la ascensión de Trump tendrá también sus efectos internacionales. Los tendrá en las relaciones comerciales si el nuevo presidente modifica, como ha adelantado, las reglas del juego. Trump estima prioritario proteger los intereses de la industria de su país, y a tal fin ha manifestado su posición contraria al acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, que regula el libre comercio de EE.UU. con los países de la cuenca del océano Pacífico. Y, asimismo, quiere renegociar el tratado de Libre Comercio de América del Norte, que incluye a EE.UU., Canadá y México. También ha denunciado a China, por considerar que sus prácticas comerciales perjudican a Estados Unidos y que deberían gravarse más las exportaciones del gigante asiático. Si prosperan, tales reformas podrían enrarecer mucho las relaciones económicas internacionales y desatar guerras comerciales.
No son menores, tampoco, las consecuencias que puede tener para la lucha contra el cambio climático la victoria de Trump, recalcitrante negacionista, que asegura estar dispuesto a revocar el acuerdo firmado por EE.UU. en la cumbre de París un año atrás. Este sería un retroceso en toda línea para todos.
Por último, queremos subrayar algunas de las previsibles consecuencias de la victoria de Trump sobre las relaciones de EE.UU. con Europa: un estrechamiento de los lazos con la Rusia de Putin que amenaza países europeos, y el deseo de reducir las obligaciones norteamericanas en la OTAN (así como incrementar las de otros países miembros). Nada de eso mejorará las relaciones de EE.UU. con Europa. Tampoco la posición xenófoba de Trump ante la inmigración. A este respecto, la canciller alemana Angela Merkel recordó ayer que los vínculos con EE.UU. deben basarse en valores comunes como el respeto de la dignidad de todas las personas. Es obvio, en cualquier caso, que la victoria de Trump, sumada a la del Brexit, abona una tendencia inquietante para una Europa en la que florecen los populismos, de Francia a Hungría, de Holanda a Polonia, de Italia a Grecia.
Hace ahora ocho años, la elección de Barack Obama como primer presidente negro de EE.UU. suscitó una oleada de sentimientos positivos y expectativas de progreso. La elección de Trump ha generado lo contrario. Al menos, entre quienes consideran que la primera potencia mundial no debe dirigirse con arrebatos, insultos y segregaciones, sino con pulso firme y cabeza fría, con afán social e inclusivo, con exigencia pero también con compasión. Hay, pues, una preocupación muy extendida, sobre todo en Europa, y un temor a que la gestión presidencial de Trump, a tenor de lo visto y oído en la campaña, reporte a un mundo irreversiblemente globalizado más problemas que soluciones. Ojalá esta percepción se revele, con el tiempo, equivocada.