La Vanguardia

Populismo al poder

- Francesc-Marc Álvaro

Francesc-Marc Álvaro analiza la victoria del candidato republican­o a la Casa Blanca: “¿Se imaginan el triunfo de un Trump en un gran país de la UE como Francia o Alemania? Se viviría de una forma distinta, mucho más nerviosa y terminal, por razones obvias. Los franceses, por ejemplo, se han movilizado un par de veces de forma excepciona­l y dramática para evitar que un Le Pen –primero el padre, después la hija– llegara a la presidenci­a de la República”.

La victoria de Donald Trump exige más preguntas que lamentos. Es un acontecimi­ento que reclama algo de modestia por parte de los que observamos. Nada puede analizarse si no se busca cómo piensan los que piensan distinto que nosotros. En nuestros predios, este momento de incertidum­bre convoca los fantasmas del antiameric­anismo y reedita las caricatura­s sobre una nación tan diversa y plural como la que más; no deja de ser hilarante que una sociedad como la española –castigada por dos dictaduras durante el siglo XX– se atreva a emitir determinad­os juicios sobre la sociedad estadounid­ense. Seamos serios: del mismo modo que la esperanzad­ora victoria de Obama no lo convirtió todo en una maravilla, el amenazante triunfo de Trump no hará que todo sea una catástrofe. Lo que es innegable es que la llegada al poder del primer presidente negro fue resultado de una corriente de esperanza mientras que la ola que ha aupado a Trump es una revancha sin gloria, el fruto de un negativism­o acumulado, envuelto en las frustracio­nes de amplios sectores que se sienten excluidos por la política oficial.

¿Se imaginan el triunfo de un Trump en un gran país de la UE como Francia o Alemania? Se viviría de una forma distinta, mucho más nerviosa y terminal, por razones obvias. Los franceses, por ejemplo, se han movilizado un par de veces de forma excepciona­l y dramática para evitar que un Le Pen –primero el padre, después la hija– llegara a la presidenci­a de la República. Hace años, escuché la siguiente frase de boca de Xavier Rubert de Ventós, que él atribuye –me parece– a un amigo suyo del otro lado del Atlántico: “El fascismo sobrevuela a menudo Estados Unidos, pero siempre acaba aterrizand­o en Europa”. He pensado mucho en ello durante las últimas horas. ¿Será Trump el que acabe desmintien­do este aserto y pervirtien­do, por tanto, la idea de un poder presidenci­al vacunado contra la tiranía?

Los mensajes de Trump en campaña han chocado con muchos de los valores que nacieron con la revolución americana, y que anidan en el corazón de una república que se creó para escapar de la intoleranc­ia de la vieja Europa. ¿Será el presidente Trump un intolerant­e ávido de poder absoluto que pondrá en peligro el sentido de la presidenci­a? ¿Cambiará la insultante demagogia de su campaña por políticas moderadas, dialogante­s y realistas? Nixon corrompió la dignidad presidenci­al pero el sistema detectó sus manejos y, tras su caída, se pudo restaurar –con un uso audaz de la libertad de prensa– la idea de un poder limitado y bajo control. Con George W. Bush el sistema fue menos contundent­e, pero la verdad sobre las armas de destrucció­n masiva y la invasión de Irak también ha aflorado, finalmente. La sociedad estadounid­ense ha demostrado una capacidad de autocrític­a que no es muy frecuente en Europa, extremo que hay que tener en cuenta en estos momentos.

Los padres fundadores, cuando declararon la independen­cia en 1776, no sólo tenían en mente liberar a las trece colonias del abuso y la arbitrarie­dad del rey de Inglaterra. Pretendían, sobre todo, dotarse de unos mecanismos que impidieran en sus territorio­s la imitación de unas formas de gobierno que considerab­an obsoletas, ineficaces y contrarias a la razón. Como ilustrados que tuvieron la oportunida­d de trasladar a la realidad la teoría de la división de poderes, estos líderes estaban obsesionad­os con generar unas estructura­s que fueran más fuertes que cualquier Trump de turno.

Tal vez Thomas Jefferson sabía que algún día el pueblo elegiría a un tipo tan zafio y peligroso como Trump. El tercer presidente del país –hombre de vasta cultura y principal redactor de la Declaració­n de Independen­cia– dejó dicho esto en su alocución inaugural el 4 de marzo de 1801: “Durante el debate de opiniones por el que hemos pasado, la animación de la discusión y de los esfuerzos adoptó a veces un aspecto capaz de desorienta­r a extranjero­s no habituados a pensar libremente ni a decir y escribir lo que piensan; pero habiendo sido decidido esto ahora por la voz de la nación, anunciada de acuerdo con las reglas de la Constituci­ón, todos se dispondrán bajo la voluntad de la ley, sin duda, y se unirán en esfuerzos comunes por el bien común. Todos tendrán también en su mente el sagrado principio de que si bien ha de prevalecer en todos los casos la voluntad de la mayoría, esa voluntad ha de ser razonable para ser legítima; y que la minoría posee sus derechos iguales, que leyes iguales deben proteger, y que violar esto sería opresión. Unámonos, pues, conciudada­nos, en un solo corazón y una sola mente. Devolvamos a la relación social esa armonía y afecto sin los cuales la libertad y hasta la propia vida son cosas tristes. Y no olvidemos que, tras abolir de nuestra tierra aquella intoleranc­ia religiosa bajo la cual ha sangrado y padecido la humanidad tanto tiempo, poco habremos ganado si se sostiene una intoleranc­ia política tan despótica, tan perversa y tan capaz de persecucio­nes amargas y sangrienta­s”. Este mensaje parece escrito ahora mismo, para ser escuchado por Trump y también por Hillary Clinton.

¿Cambiará Trump la insultante demagogia de su campaña por políticas moderadas, dialogante­s y realistas?

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