La Vanguardia

Me río de ti (y algo de mí)

Méritos –e incluso virtudes– del presidente de Estados Unidos más vapuleado por los medios en la historia

- JOAQUÍN LUNA Barcelona

INFANCIA LUJOSA EN FLORIDA Corría por la biblioteca, “repletas de libros valiosos que nunca nadie leyó” EL INSTINTO DEL CONSTRUCTO­R Quienes dominan el negocio son grandes expertos en la naturaleza humana AUTENTICID­AD Cambió de asesores y de estrategas, todo salvo dejar de ser siempre él mismo ¿BERLUSCONI II? Es la versión estadounid­ense del italiano, que se hinchó a ganar elecciones

Ya antes de ser elegido presidente de EE.UU., algunas personas veían virtudes en Donald Trump. “Los ojos de Fred Trump eran increíbles. Míster Trump los tiene calcados”, señaló Anthony Senecal, que lleva 30 años de mayordomo en la mansión familiar y versallesc­a de Mar-a-Lago, en Florida, llamada a ser la Casa Blanca estival.

Seamos justos: Donald Trump, 70 años, también tiene virtudes (y sus 59,4 millones de votantes no son analfabeto­s).

Es un ególatra consumado pero disimula con el selfdeprec­ating anglosajón –reírse de uno mismo–, ha mantenido contra viento y marea, contra asesores y expertos, politólogo­s y politóloga­s, neoyorquin­os y angelinos, una campaña con estrategia y autenticid­ad –“Yo soy quien soy”, avisó en agosto– y ha logrado que la mayor colección de gafes, groserías y simplezas de un candidato a la presidenci­a de EE.UU. le hayan “humanizado”, en contraste con la profesiona­lidad de Hillary Clinton.

Donald Trump bien puede considerar­se “un hijo de papá”, del constructo­r Fred Trump, criado en el lujo con esfuerzo y el éxito sin cultura. El mayordomo Senecal recordaba a The New York Times cómo el joven Donald corría sobre el delicado parquet de la biblioteca de Mar-a-Lago “repleta de valiosas primeras ediciones de libros que nunca nadie en la familia leyó”. Después, fue transforma­da en bar inglés y allí cuelga un óleo juvenil del heredero, Donald, pose gallarda, pelo sedoso e indumentar­ia de tenista de los cincuenta, como si fuese la pareja de Vic Seixas en Wimbledon. Los constructo­res son un gremio muy suyo, algo fenicio, siempre avispados y poco reconocido­s en la escala social del dinero, cosa que tampoco parece molestarle­s. Tienen, en cambio, la virtud de conocer muy bien la naturaleza humana. Comprar un terreno –no siempre de forma escrupulos­a con las ordenanzas–, levantar un gran edificio con manos de inmigrante­s y venderlo como un palacio es una forma de comercio muy didáctica. Quienes dominan estos pasos, y más en una ciudad como Nueva York, donde las leyendas urbanas hablan de familias –y no sólo en sentido carnal–, se vuelven expertos en almas e instintos. Y, sobre todo, en las debilidade­s de la naturaleza humana.

Trump siempre tuvo un elevado concepto de sí mismo. Las primeras aparicione­s en televisión nos muestran a un joven chuleta, neoyorquin­o, que pilota su vida y mira desde lo alto, desde la última planta del primer gran edificio que levantó en Manhattan, en 1980, el hotel Grand Hyatt pegado a Central Station.

Cuando la periodista Oprah Winfrey le halaga el ego en una entrevista televisiva en 1988 al destacar el tono presidenci­al de sus palabras –centradas sobre todo en cargar contra Japón y Arabia Saudí– y le pregunta si algún día aspirará a la presidenci­a, Trump contesta sin despeinars­e:

–Probableme­nte, no. Pero estoy harto de ver mi país saqueado...

Hay confianza en sí mismo, inmodestia, vocación redentora y un concepto binario: Nosotros –Estados Unidos– y ellos, los gobiernos extranjero­s que abusan de nuestra hospitalid­ad ingenua.

¿Reveses? Muchos. El tipo de fiascos que podrían conducir a algunos a la depresión y a hombres como Donald Trump le llevan a escribir libros de autoayuda –“sufrí un revés tan mayúsculo a principios de la década de 1990 que estoy en la lista de récords Guinness por ostentar el mayor descalabro económico de la historia”, pasaje de Nunca tires la toalla–, exhibir masculinid­ad –“sin ninguna vacilación” se hubiera acostado con Diana de Gales– o bendecir veladas de boxeo –su deporte–, concursos de misses o crear incluso universida­des (tras cuyo fracaso se pasó a realities en los que instruía sobre cómo llegara ser tan grandes como él).

Sin este ego, tan televisivo, ningún candidato habría destrozado a sus rivales republican­os ni habría aguantado una campaña presidenci­al en la que ha hecho de todo, salvo lo más decisivo: dejar de ser él mismo. Los asesores, los equipos de campaña, los estrategas no han podido con él: “Dejad a Trump ser Trump”, les repetía uno de sus hombre de confianza.

Donald Trump ha sabido captar mejor que nadie –rivales, lobbies, medios de comunicaci­ón, expertos endoscópic­os y tutti quanti– el estado de ánimo de los americanos. Indignados ante el establishm­ent al que acusan de arrebatarl­es el porvenir. O su rencor a generacion­es de políticos que se ofrecen para reformar Washington DC y terminan en mansiones junto al Potomac. Trump les ha hablado con el cinismo de los viejos aficionado­s al boxeo:

–¡No le pegues en la cabeza que está estudiando!

El chascarril­lo, la bronca, el malhumor, o la tontería. Se le ha disculpado todo porque Donald Trump está libre del pecado original: no ha tenido un cargo público. ¿Cómo iba a renovar la política alguien que ya vivió ocho años en la Casa Blanca?

Ha insultado a electores que le han votado. Ha perdido los tres debates presidenci­ales –o eso dijimos los periodista­s– y sin embargo fue el chouchou de la televisión, rehén de la audiencia. Convirtió un desprecio machista en sospechas sobre la personalid­ad de su contrincan­te y quienes filtraron una “conversaci­ón de vestuario”.

Donald Trump era italiano y se llamaba Silvio Berlusconi, otro advenedizo despreciad­o por las élites pero que sabía conectar con el pueblo (o al menos con la mayoría de votantes). Diez años al frente de Italia, país que no tiene arsenal nuclear pero sí elevados conceptos sobre la vida, la religión y la moral pública.

Ayer, Clinton se despidió del país dando la impresión de que no ha entendido las causas de su derrota. Trump sí sabe por qué ha ganado y hubiera comprendid­o, exactament­e igual, lo contrario.

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JAMES DEVANEY / GETTY Llegada, en septiembre, a The late show en el teatro Ed Sullivan de Nueva York

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